El reconocimiento llega como chantaje político, mientras Gaza sigue siendo un matadero con sello occidental
Keir Starmer no reconoce a Palestina, la usa como moneda de cambio. Lo ha dicho claro: septiembre o alto el fuego, como si la humanidad de 2,3 millones de personas se pudiera subastar en la Asamblea General de la ONU. El Reino Unido, responsable histórico del despojo palestino, no ofrece justicia, ofrece un ultimátum para quedar bien en las fotos. Londres prometió un hogar nacional judío en Palestina en 1917 y abrió la puerta a una colonización que hoy culmina en un genocidio televisado. Un siglo después, la misma potencia colonial amaga con un reconocimiento condicionado, tras diez meses de bombardeos, más de 60.000 muertos y una hambruna forzada que organismos de la ONU llaman ya crimen contra la humanidad.
Starmer y su Gobierno han seguido la estela de Donald Trump y de la Casa Blanca hasta que las cifras de niñas y niños muertos han hecho imposible la tibieza. Lo reconocen 230 diputados británicos, incluidos conservadores, que presionan a Downing Street mientras las imágenes de bebés famélicos en Gaza recorren el planeta. La supuesta valentía de Londres llega cuando el hedor de la masacre supera la capacidad de los ventiladores mediáticos para disiparlo.
UN RECONOCIMIENTO BAJO AMENAZA DE VETO Y ARMAS
El mensaje del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, es la misma letanía de siempre: reconocer a Palestina es premiar el terrorismo. Lo repite un Estado que ha arrasado hospitales, escuelas de la ONU y campos de refugiados. Lo sostiene un Gobierno que niega agua, electricidad y comida a una población cautiva. Y lo consiente Reino Unido, que hasta hace semanas seguía vendiendo armamento a Tel Aviv, pese a las advertencias de que podía usarse para crímenes de guerra.
David Lammy, ministro de Exteriores, se ha permitido un discurso solemne en Nueva York, apelando “a la historia sobre el hombro”. Historia es la que carga Reino Unido sobre su espalda: desde la Declaración Balfour hasta su papel en la partición de 1948 y las décadas de impunidad diplomática para la colonización israelí. Historia es haber blindado durante años el comercio de armas y haber callado cuando Israel ilegalizaba ONGs palestinas, confiscaba tierras o asesinaba periodistas. El reconocimiento de Palestina llega tarde, condicionado y con olor a pólvora británica.
Starmer ha dicho que no hay equivalencia entre Israel y Hamás. Tiene razón: un ejército con apoyo de potencias nucleares no es equivalente a un grupo armado cercado y empobrecido, pero su frase sirve para blanquear la desproporción del exterminio. Ningún ultimátum de Londres va acompañado de sanciones, de embargo total de armas, ni de ruptura de relaciones con un Gobierno que viola cada día el derecho internacional.
Si Palestina depende del calendario electoral británico para ser reconocida, no hablamos de soberanía ni de justicia, hablamos de puro colonialismo contemporáneo. El Reino Unido se presenta como árbitro de una tragedia que ayudó a escribir con tinta imperial y sangre palestina.
El reloj de Downing Street marca septiembre. En Gaza, el reloj dejó de contar cuando las bombas apagaron el último generador de un hospital lleno de recién nacidos.
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