El dinero de la corrupción del PP descansó en Suiza junto al del rey emérito. Y todavía hay quien habla de ejemplaridad institucional.
EL BANQUILLO DE LOS FANTASMAS
El lunes arranca el último juicio de la trama Gürtel, esa que el PP intenta enterrar en la hemeroteca mientras continúa gobernando comunidades y ayuntamientos con la misma naturalidad con la que se archivan delitos por prescripción. Veintiún acusados se sentarán ante la Audiencia Nacional por blanqueo y evasión fiscal. Pero no todos los culpables estarán allí.
Falta uno. Falta Arturo Fasana, el banquero suizo que gestionó la cuenta “Soleado” en el Credit Suisse. La misma donde Francisco Correa guardó el dinero de las mordidas obtenidas de contratos públicos amañados. La misma donde Juan Carlos I ocultó millones procedentes de sus “donaciones” del Golfo Pérsico.
El blindaje de Fasana era precisamente eso: el rey. “Me dijo que me quedase muy tranquilo, que sus clientes eran tan importantes que jamás habría un problema judicial”, confesó Correa en 2015. Y tenía razón.
Mientras Correa y Crespo pasaron casi diez años en prisión, el “hombre del maletín” del rey nunca fue imputado. El juez José de la Mata lo sacó del proceso en 2020 alegando falta de indicios. En Suiza, donde el blanqueo de capitales era “muy común”, tampoco pasó nada. El dinero se lavó, y con él, la reputación de quienes debieron rendir cuentas.
EL BLINDAJE DEL REY Y LA RED DE LA IMPUNIDAD
Ramón Blanco Balín, ex vicepresidente de Repsol, amigo de Aznar y cerebro financiero de Correa, es otro de los nombres que sobreviven al escándalo. En su confesión, Correa reveló que Blanco Balín depositó en Suiza 60 millones de euros en comisiones obtenidas durante su etapa en Repsol.
Todo estaba diseñado para desaparecer: siete subcuentas en distintas divisas (euros, dólares, libras, pesetas, francos suizos, belgas y marcos alemanes) y una estructura opaca que impedía rastrear beneficiarios. La UDEF denunció en 2013 que la mitad de los apuntes bancarios estaban tachados. La transparencia se detuvo en el despacho de un fiscal.
El episodio más grotesco llegó con el propio Juan Carlos I. Fasana confesó que el monarca llegó a su casa de Ginebra con 1,9 millones de dólares en una maleta procedente de Baréin. Dijo que era una “donación” del sultán. El banco Mirabaud lo aceptó sin pestañear. Cuando el fiscal suizo Yves Bertossa preguntó por qué, el responsable del banco respondió: “Confiamos en Fasana”.
El rey emérito gozó de inmunidad hasta 2014, pero su dinero viajó libre mucho más tiempo. En 2020 la Fiscalía española archivó discretamente la investigación por fraude fiscal tras avisarle para que regularizara sus cuentas. Y el mismo Estado que lo amparó sigue pagando su seguridad y residencia en Abu Dabi.
En paralelo, el Partido Popular fue condenado como responsable civil subsidiario, pero no político. Ni un solo dirigente del partido ha asumido su responsabilidad por financiar con dinero negro campañas electorales y reformas de su sede. El “ejercicio gigante de corrupción” que describe la Audiencia Nacional no fue un accidente: fue el modelo de gobierno de un país.
EL RÉGIMEN SIGUE VIVO
Gürtel no es una mancha aislada. Es la Z del mapa de la corrupción española, el punto donde se cruzan empresarios del Ibex, ministros, reyes y banqueros. Es el espejo de un régimen que nunca se depuró, que cambió los uniformes por consejos de administración y los maletines por fundaciones.
Mientras tanto, la monarquía continúa blindada y la derecha habla de “reconciliación nacional” como si no supiéramos de qué reconciliación hablan: la que permite que los poderosos sigan libres.
La justicia española juzga ahora la última pieza de Gürtel, pero lo que se sienta en el banquillo es solo la sombra de lo que fue un Estado paralelo: un engranaje de favores, contratos, regalos y silencios. Los verdaderos responsables siguen en los consejos, en las cátedras, en los despachos de las grandes firmas.
El caso Gürtel no terminó. Se institucionalizó.
Porque en España, la corrupción no se entierra, se hereda.
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