¿Dónde estaba esta indignación cuando se habló de mantener a la Casa Real, ese anacronismo costoso que parece más una reliquia turística que un ente funcional en una democracia moderna?
Hemos llegado a un punto en nuestra historia política en el que “¿Cuánto nos costará poner traductores en el Congreso?” se ha convertido en una de las grandes preocupaciones nacionales. ¿Es esta la cuestión candente en un país con tantas otras urgencias y desafíos? A juzgar por la consternación que ha generado la noticia de que el Congreso podría gastar hasta 52.000 euros en material para traducir los plenos plurilingües, uno podría pensar que hemos tocado fondo en nuestra lista de prioridades.
Pero veamos, ¿dónde estaba esta indignación cuando se habló de mantener a la Casa Real, ese anacronismo costoso que parece más una reliquia turística que un ente funcional en una democracia moderna? O, ¿qué hay de subvencionar corridas de toros, esa ‘tradición’ que muchas y muchos ciudadanos y ciudadanas consideran una barbaridad anclada en el pasado? Y no olvidemos esos rescates a la banca, o los grandes negocios, donde miles de millones de euros fluyeron como agua, sin un murmullo crítico por parte de aquellos que hoy lloran por el “despilfarro” del plurilingüismo.
PLURILINGÜISMO: UN DERECHO, NO UN LUJO
50.000 euros para traducir los plenos plurilingües. Frente a este número, recordemos que la bandera de España de Colón costó siete veces más, y la Oficina del Español de Toni Cantó tuvo un desembolso 25.000 euros mayor. ¿Dónde estaban las críticas entonces? El plurilingüismo no es un capricho, es un reflejo de la rica diversidad cultural y lingüística de nuestra nación. Es un derecho, y garantizarlo debería ser una prioridad.
Es más fácil señalar y criticar el costo de los pinganillos en el Congreso que enfrentar los verdaderos agujeros negros del despilfarro en nuestro sistema. Celebrar desfiles militares por todo lo alto, rescatar negocios y perdonar deudas, todo eso parece pasar desapercibido. Pero, oh, cuando se trata de reconocer y respetar la diversidad lingüística de las y los representantes de nuestro país en el Congreso, de repente, se convierte en el epicentro de un debate económico.
Es hora de priorizar. Es hora de reconocer que hay gastos que fortalecen nuestra democracia, que refuerzan la inclusión y que reflejan la verdadera diversidad de España. No podemos, y no debemos, poner precio a estos valores fundamentales. Mientras tanto, aquellos que están tan preocupados por el costo de los traductores deberían dirigir su mirada crítica hacia los verdaderos despilfarros, aquellos que no añaden valor a nuestra sociedad y que solo sirven para llenar los bolsillos de unos pocos privilegiados. Solo entonces, podremos hablar realmente de un gasto justificado y de un país que prioriza lo que verdaderamente importa.
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