En las sombras de Ferraz, se ha escrito un capítulo más de la crónica de un descontento anunciado. Las voces que ayer retumbaron en las calles no eran meros ecos de una España dividida, sino el rugido de una facción que se niega a aceptar la diversidad del pensamiento democrático. «Puto rojo el que no bote», resonaba entre las paredes, un cántico que trasciende el simple desacuerdo político para adentrarse en los dominios del odio visceral.
La izquierda, una vez más, se convierte en el blanco de una ira que no distingue entre el debate constructivo y la diatriba destructiva. «Marlaska maricón», gritaban, y con cada insulto, no solo atacaban a un hombre, sino a todo un colectivo que lucha por la igualdad y la dignidad. Y en el clímax de su fervor, proclamaban que «la constitución destruye la nación», una afirmación tan alejada de la realidad como Desokupa de ser una empresa.
Este no es el lenguaje de la discrepancia política; es la retórica del desprecio. La amnistía, ese concepto que debería encarnar el perdón y la reconciliación, se ha convertido en una mera excusa para justificar la salida a las calles, un pretexto para desatar el profundo odio que albergan contra la izquierda, contra los «putos rojos». No pueden soportar la idea de permanecer en la oposición, de ver a sus adversarios políticos en el poder, y en su impotencia, tejen fantasías apocalípticas sobre el fin de España.
No es con gritos ni con insultos como se gana el corazón de España, sino con propuestas, con respeto y con la voluntad de construir un país para todos.
Desde 2018, han sido profetas del desastre, augurando calamidades que nunca llegaron a materializarse. En su caldo de cultivo de odio y resentimiento, han germinado manifestaciones como las de Colón, han lanzado consignas que evocan los fantasmas de ETA y han intentado, sin éxito, capitalizar el miedo y la división. Pero la realidad es tozuda, y su estrategia de gritar más fuerte, de imprimir carteles absurdos y de vilipendiar al adversario no ha cosechado más que fracasos electorales.
Las concentraciones en Ferraz, aunque amparadas por el PP y alentadas por Vox, no son más que la manifestación de una estrategia fallida. No es con gritos ni con insultos como se gana el corazón de España, sino con propuestas, con respeto y con la voluntad de construir un país para todos.
La España real es aquella que se debate, que dialoga y que, sobre todo, respeta.
Cada día que pasa, aquellos que llenaron Ferraz se encuentran más aislados, más desquiciados y, lamentablemente, más temibles. Pero su furia no hace más que acercar la investidura, no alejarla. A pesar de su ira, la democracia sigue su curso, y la izquierda, con todos sus matices y colores, continúa su lucha por una España donde la justicia social no sea una utopía, sino una realidad tangible.
Gracias a ellos, aunque les pese, la investidura no solo es posible, sino que está al alcance de la mano. La España que quieren no es la España que existe. La España real es aquella que se debate, que dialoga y que, sobre todo, respeta. Y en ese respeto, en esa diversidad, es donde reside la verdadera esencia de la nación. No en los gritos de Ferraz, sino en el susurro constante de la democracia y la libertad.
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