Cuando la mentira se institucionaliza, la política deja de ser poder y se convierte en tapadera.
EL PARTIDO DEL TODO VALE
El Partido Popular ha cruzado un umbral del que no hay retorno: el de la mentira como método de gobierno. Miguel Ángel Rodríguez (MAR), jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayuso, reconoció ante el Tribunal Supremo que fabricó un bulo para proteger a la pareja de la presidenta madrileña, Alberto González Amador, procesado por fraude fiscal. No fue un error. Fue una estrategia. Y lo más grave es que el PP la ha asumido con naturalidad.
Desde Génova, las fuentes oficiales despacharon la confesión con una frase que ya es emblema de la decadencia moral del partido: “Mentir no es ilegal.” Con esas cuatro palabras, el PP no solo blinda a un asesor, sino que redefine su ética política. La mentira deja de ser un fallo para convertirse en doctrina.
El cinismo se exhibe sin pudor. Feijóo prometió en 2023 que si mentía, lo echaran del partido. Hoy protege a quien mintió bajo juramento ante el Supremo. Protege al mismo hombre que amenazó a periodistas, manipuló pruebas y falsificó conversaciones para embarrar una investigación periodística legítima. Y lo hace mientras posa como alternativa moderada ante una ciudadanía exhausta de impunidad.
Miguel Ángel Rodríguez no es un asesor cualquiera. Es el arquitecto de la propaganda de Ayuso, su escudo y su espada. Nada en el PP madrileño se mueve sin su visto bueno. Su poder es tal que ni siquiera Feijóo se atreve a desautorizarlo. Lo saben en Génova, lo saben en la Puerta del Sol y lo sabe cualquier periodista que haya recibido sus amenazas.
En Madrid, el poder se ha vuelto personalista y vengativo. Se gobierna a golpe de tuit, se manipula la verdad como si fuera material de oficina y se desprecia a quien intenta fiscalizar. La corrupción ya no necesita sobres ni maletines. Le basta con un gabinete de prensa.
MENTIR ANTE EL SUPREMO, CALLAR ANTE EL PUEBLO
El 11 de marzo de 2024, elDiario.es desveló los delitos fiscales de González Amador. Antes de publicarlo, sus periodistas escribieron a Miguel Ángel Rodríguez. Le llamaron. Le escribieron. Le dieron la oportunidad de responder. Él contestó. Pero meses después, ante el Tribunal Supremo, negó haber tenido contacto alguno con la prensa.
Mintió.
Mintió bajo juramento.
Y lo hizo con el aplomo de quien sabe que nadie en su partido le exigirá responsabilidades.
Una funcionaria del Supremo cotejó después la conversación en el móvil del periodista José Precedo. Existía, era real y demostraba que Rodríguez había mentido. Aun así, el PP siguió defendiéndolo. Ni una sola palabra de condena, ni una sanción, ni una disculpa. El silencio, otra vez, como forma de poder.
Mientras tanto, Ayuso desaparece. No comparece, no explica, no responde. Su agenda pública se resume en un desfile de banderas y una corrida de toros donde Morante de la Puebla le brindó un toro como a Santiago Abascal. Su Gobierno, blindado tras un muro mediático, bloquea más de treinta peticiones de comparecencia de la oposición en la Asamblea. Miguel Ángel Rodríguez cobra 96.210 euros anuales como alto cargo público, pero el PP alega que su función es “de asesoría” para evitar cualquier control parlamentario.
En esa arquitectura de impunidad, la mentira ya no es un error: es un derecho adquirido. Y quien se atreva a exponerla, es un enemigo. Periodistas, fiscales, medios independientes… todos son parte del mismo enemigo interno.
LA VERDAD COMO AMENAZA
La defensa de MAR no es un accidente, es la consecuencia lógica de una cultura política que ha hecho del engaño su columna vertebral. Ayuso, Feijóo y el PP han asumido que la mentira no solo sirve para defenderse, sino para gobernar. Y en esa lógica, la verdad es una amenaza, no un valor.
Los hechos son claros:
- Miguel Ángel Rodríguez filtró un correo manipulado para construir un bulo judicial.
- Negó bajo juramento haber hablado con la prensa.
- Amenazó públicamente con “triturar” periodistas.
- Y el PP lo defiende como si fuera un mártir.
Mientras tanto, el ciudadano paga su sueldo, financia su defensa política y contempla cómo el partido que se dice constitucionalista pisotea el principio más básico de cualquier democracia: el respeto a la verdad.
El problema ya no es solo la corrupción económica, sino la corrupción moral del discurso. Cuando un partido se acostumbra a mentir, deja de gobernar para convencer y empieza a gobernar para ocultar.
Y cuando una sociedad acepta eso con resignación, la mentira se convierte en la nueva ley.
Mentir no será ilegal, pero gobernar desde la mentira debería ser insoportable.
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