Cuando jugamos una partida en la que el contrario marca las cartas, las cambia a su gusto y nos las roba en nuestra cara cuando finalmente tenemos una buena mano ante la complicidad del árbitro, es normal abandonar la partida
Franz S. Heiligen
Hubo un tiempo, hace muchos, muchos años, en que internet era algo novedoso. Temido por los más mayores como algo desconocido y fuera de su control, los que éramos jóvenes en aquel entonces vimos aquel invento como una oportunidad. Tener todo el conocimiento acumulado por la humanidad en tu pantalla (aún no habían llegado los smartphones) a unos pocos clics de distancia era algo inmensamente seductor. Rápidamente, aparecieron en nuestras vidas las aplicaciones de intercambio de archivos P2P. Quienes eran cinéfilos, empezaron a descargar películas. Quienes éramos melómanos, hicimos lo propio con infinidad de discos. La literatura tampoco fue una excepción. Gracias a esto, y al módico precio de una conexión a internet, pudimos adquirir una cierta cultura aquellos cuyas familias jamás habrían podido asumir el coste de tantísimos discos, libros y películas.
Pocos años después, una nueva revolución vino de la mano de las redes sociales, sitios en los que cada usuario podía crear un perfil en el que interactuar con otros usuarios e incluso compartir creaciones propias. Estas redes sociales, cada una con sus características y con sus atractivos según las intenciones de cada usuario, venían con la promesa de la democratización y la libertad. Por desgracia, quienes en aquel entonces gozábamos del ímpetu, de la lozanía, pero también de la inexperiencia que aporta la juventud, no caímos en que todas estas redes sociales eran propiedad, no de oenegés cuya finalidad era puramente filantrópica, sino de grandes corporaciones con intereses puramente corporativos.
Y es así como llegamos al momento actual, con una red absolutamente copada por unas pocas multinacionales (Google, Amazon, Meta, X, Microsoft y Apple) que controlan la inmensa mayoría de datos que circulan por ella y, en pos de sus intereses corporativos, dan prioridad a unos, marginan a otros y deciden lo que es más visible y lo que lo es menos.
En el caso concreto de Twitter, desde un primer momento, esta red social llamada “de microblogging” se autoerigió como una especie de ágora del mundo digital en la cual intercambiar ideas, debatir y enriquecernos como personas. Quienes pensamos que la realidad es demasiado compleja como para poder ser explicada en ciento veinte (después subió a ciento sesenta) caracteres siempre desconfiamos de esta clase de herramientas. Esto lo explicó mucho mejor de lo que un servidor sería capaz el periodista Pascual Serrano en su libro La Comunicación Jibarizada (Atalaya, 2013). Pese a todo, puesto que allí estaba todo el mundo (y aquí es donde reside su poder, como veremos más adelante), allí nos metimos.
El 13 de abril de 2022 el multimillonario dueño de Tesla Elon Musk, hombre hecho a sí mismo gracias a los pingües beneficios de las minas de diamantes propiedad de su familia, compró Twitter por cuarenta y cuatro mil millones de dólares. Desde entonces, el clima de censura, de confrontación, de invisibilización de algunos usuarios en la red social se ha hecho, si cabe, mucho más evidente. Prueba de ello han sido las recurrentes pérdidas de seguidores que algunos usuarios (progresistas) han denunciado, la imposibilidad para seguir ciertas cuentas (que denunciaban abiertamente el genocidio de Palestina), o la abundancia de granjas de bots que alteraban el normal funcionamiento de la red en beneficio de quien ya sabemos.
Por descontado, esto no ha sido un error del sistema, sino algo intencionado, tal como se describe en este artículo del Diario Público del pasado 17 de noviembre. Otro dato a tener en cuenta es que, tanto antes como después de la llegada de Musk, la red se nutría de la confrontación interacción entre usuarios. La diferencia entre el antes y el ahora está en el expreso y evidente favor del dueño del cortijo y de su algoritmo hacia aquellos usuarios, humanos, humanoides o bots, que, lejos de hacer nada productivo con sus vidas, se han dedicado constantemente a la confrontación directa sin mediación de argumento lógico alguno. A veces, algunos usuarios se pasaban más tiempo bloqueando a haters que compartiendo contenido.
Así las cosas, la aparición de Bluesky, una red social muy similar a Twitter (X se hace llamar ahora) impulsada inicialmente por Jack Dorsey, uno de los creadores de Twitter, ha supuesto un giro inesperado de los acontecimientos. Si bien esta tuvo una acogida notable por la parte de la comunidad tuitera que estaba cansada de bloquear a provocadores, el pistoletazo definitivo del éxodo lo dio la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas celebradas el pasado 5 de noviembre.
Sobre las diferencias entre una y otra red en el aspecto técnico, Elena de Sus escribió este artículo en la Revista Contexto.
Desde un punto de vista puramente mercantil en el que las redes sociales son un producto y nosotros somos sus consumidores (no es del todo así, nosotros también somos, en parte, producto), el hecho de dejar de consumir un producto para consumir otro similar forma parte de nuestra libertad de consumo. Eso es algo que nadie que conozca las reglas del juego podrá rebatir. Cierto es que, para el colectivo del troleo tuitero, esta retirada ha sido interpretada como una victoria o como una conquista. Sin embargo, cuando en una plataforma pensada originalmente para el diálogo y el intercambio de ideas tan solo encuentras respuestas del tipo “Irene Montero tiene las rodillas peladas”, aupadas estas por el correspondiente algoritmo, que además concede más visibilidad a las fake news que interesan a Musk, es fácil pensar que una retirada a tiempo puede valer más que una victoria. No se trata de evitar debatir por ausencia de argumentos, sino de no perder nuestro valioso tiempo con quien no es capaz de ir más allá de los mantras casoplón, Venezuela y cien millones de muertos.Resulta innegable que Bluesky, red descentralizada en contraposición con su hermana X, ofrece un “volver a empezar”, un reset, un retorno a los orígenes de lo que alguna vez se pensó que debería ser una red social, esto es, un entorno en el que debatir sin mediación de bots, haters ni algoritmos que favorezcan la confrontación y no el diálogo racional, un lugar en el que la libertad de expresión (la que nos ampara, tal como figura en el artículo 20 de la Constitución Española de 1978, a la hora de compartir ideas basadas en datos y evidencias, no la que usan otros para difundir falsedades y acientifismos) sea la norma y no la excepción.
¿Qué puede pasar a partir de ahora? Este humilde redactor, que además es totalmente irrelevante en el ciberespacio, no tiene ninguna bola de cristal, pero hay ciertas cosas que se pueden ver venir. En primer lugar, X perderá gran parte de su valor. Eso puede parecer, a priori, una victoria de los consumidores, pero también sabemos que existen medios de comunicación que, pese a llevar años siendo deficitarios, nunca han echado el cierre. Dicho de otra forma, si Elon Musk compró Twitter, tal vez no fuera con el objetivo de hacerlo económicamente viable, sino con la pretensión de influir en la información para beneficio político de su línea ideológica. Por otra parte, siendo como somos las gentes de izquierdas un colectivo fragmentado, una parte de nosotros ha decidido quedarse en X para dar la batalla, cosa que es muy respetable. No obstante, el fin de X no llegará hasta que una notable y abrumadora mayoría de sus usuarios, y esto incluye a instituciones, personalidades y medios de comunicación, haya abandonado la plataforma. Todo lo que no sea eso será un éxodo inacabado. Incluso llegado el día, X quedará para seguir alimentando con fake news a todos aquellos que ya sufren obesidad mórbida por consumir semejante dieta.
En cuanto a Bluesky, por mucho que sea una red social perteneciente a lo que se conoce como software libre, cosa que la hace más atractiva a quienes tenemos ciertos ideales, no deja de ser una plataforma cuyo principal accionista, según este artículo de eldiario.es, podríamos calificar de “turbio”. Bluesky es otra gran empresa tecnológica susceptible de ser comprada por otro Elon Musk y convertida en otro estercolero. Cuando eso pase, ¿qué haremos?
En definitiva, cuando jugamos una partida en la que el contrario marca las cartas, las cambia a su gusto y nos las roba en nuestra cara cuando finalmente tenemos una buena mano ante la complicidad del árbitro, es normal abandonar la partida y empezar otra con otras reglas. No obstante, aunque la partida esté perdida desde antes de empezar, siempre hay que jugarla. En lo que derive todo esto, lo iremos viendo con el tiempo, pero una cosa es segura: el juego no ha terminado.
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