La censura televisiva en EE.UU. se consolida como arma política al servicio del presidente
El guion ya estaba escrito. Primero fue Stephen Colbert en julio, ahora es Jimmy Kimmel en septiembre. El patrón es idéntico: una broma incómoda, una presión asfixiante y una cadena que claudica. Trump no necesita censores estatales cuando las grandes corporaciones mediáticas se apresuran a hacerle el trabajo.
ABC, propiedad de Disney, anunció este 17 de septiembre la suspensión “indefinida” de Jimmy Kimmel Live! apenas tres días después de que el cómico ironizara sobre la reacción del movimiento MAGA ante el asesinato de Charlie Kirk, líder juvenil trumpista. El comentario de Kimmel apuntaba a la incoherencia de un sector que intentaba desvincular al asesino —Tyler Robinson, joven mormón de 22 años, criado en un hogar republicano, cazador y amante de las armas— de su propio ecosistema cultural.
Lo que en cualquier democracia madura debería leerse como crítica legítima, en la Norteamérica de 2025 se convierte en motivo suficiente para desatar una tormenta política, mediática y judicial.
EL PRECIO DE HABLAR: MILLONES PARA LA BIBLIOTECA DE TRUMP
El caso de Kimmel no es aislado. En julio, CBS anunció la cancelación del Late Show de Stephen Colbert —ganador de un Emmy apenas unas semanas antes— bajo el pretexto de motivos económicos. La realidad es menos inocente: Trump ya había cobrado de CBS 16 millones de dólares por una demanda contra 60 Minutes, acusado de editar una entrevista de forma desfavorable hacia él y su adversaria Kamala Harris.
ABC siguió el mismo camino. Pagó 15 millones de dólares al presidente de Estados Unidos para evitar otro juicio. El dinero, según se comunicó oficialmente, irá destinado a financiar la futura biblioteca presidencial de Trump. Se institucionaliza así un chantaje político donde los medios, en lugar de confrontar al poder, lo financian.
El periodista de ABC Jonathan Karl fue incluso amenazado en público por el propio Trump, después de preguntar si el Gobierno perseguiría el “discurso de odio” como había sugerido la fiscal general Pam Bondi. La respuesta del presidente fue clara: “Tal vez deberíamos perseguirte a ti”. En un país donde la Primera Enmienda se supone intocable, el poder ejecutivo se permite bromear —o advertir— sobre la persecución de periodistas.
TELEVISIÓN DE RODILLAS, PRESIDENTE IMPUNE
La suspensión de Kimmel es un nuevo síntoma de cómo la sátira política, uno de los últimos reductos de crítica en el prime time estadounidense, está siendo aniquilada. Trump celebró abiertamente la caída de Colbert en julio y ya había señalado con nombre y apellido a Jimmy Kimmel y Jimmy Fallon como sus próximos objetivos. “Me gusta muchísimo que lo despidan”, dijo del primero.
El efecto dominó se cumple. La televisión estadounidense se vacía de voces incómodas mientras se llenan los bolsillos de Trump. La ironía es obscena: un presidente que ya fue condenado a pagar cinco millones de dólares por abuso sexual a la escritora E. Jean Carroll consigue que las cadenas que lo informaron le entreguen sumas mayores en indemnizaciones preventivas.
Kimmel, de 57 años, no se ha mordido la lengua. Hace apenas un mes obtuvo la nacionalidad italiana, apelando a sus raíces familiares en Isquia, y confesó en un pódcast: “Lo que está pasando es mucho peor de lo que él mismo hubiera deseado”. La frase se confirma con cada despido, con cada cheque firmado por una cadena y con cada voz crítica que desaparece de la pantalla.
Trump corta cabezas en directo, y las televisiones se ofrecen como verdugos voluntarios.
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