Del partido único al algoritmo total
Por Javier F. Ferrero
En los años treinta, el fascismo necesitaba uniformes, desfiles y masas ordenadas bajo una bandera. En el siglo XXI, le basta con un anillo de luz, un micrófono y un millón de seguidores. La ideología que antaño se impuso con violencia hoy se viraliza con humor. El nuevo fascismo no llega en camiones militares, sino en formato vídeo de treinta segundos. Se presenta como ironía, como rebeldía, como “voz libre”. Y su éxito no depende ya de la represión estatal, sino del beneplácito del algoritmo.
Vivimos un tiempo donde la política se confunde con el contenido y la ideología con el entretenimiento. Los nuevos agitadores no ocupan plazas, sino timelines. Y desde ahí moldean el sentido común con la misma eficacia con la que los dictadores del siglo pasado moldeaban la historia.
EL PODER DE LA IMAGEN Y EL NUEVO LIDERAZGO
El fascismo clásico construyó su hegemonía sobre el mito del líder carismático. Mussolini subido a un balcón, Hitler en una plaza iluminada por antorchas: imágenes diseñadas para proyectar poder. En el siglo XXI, el carisma se ha digitalizado. El líder ya no necesita un Estado, sino un canal.
El influencer es el heredero de ese culto a la personalidad, solo que ahora el poder no se ejerce desde un podio, sino desde una interfaz. Su autoridad nace de la intimidad simulada: la sensación de cercanía, de “yo soy como tú”. Pero tras esa familiaridad se esconde la misma estructura jerárquica y patriarcal que definió al fascismo histórico. El líder digital también exige devoción, y el público, en su soledad, se la concede.
No es casualidad que muchos de estos nuevos predicadores repitan discursos de pureza nacional, meritocracia, anticomunismo y desprecio a las minorías. Lo hacen envueltos en el lenguaje del humor o del “debate abierto”, pero la semántica es la misma: hay una élite que manipula, una masa que se deja engañar y un elegido que ha venido a abrir los ojos.
Esa estructura mesiánica, que antes necesitaba un partido, ahora se sostiene sobre la confianza parasocial. No se vota al influencer: se le sigue, se le defiende, se le dona. El fascismo ya no necesita urnas; tiene fans.

DEL ODIO COMO IDEOLOGÍA AL ALGORITMO COMO PARTIDO
El viejo fascismo se organizaba en torno a una estructura: partido, jerarquía, propaganda, violencia. El nuevo fascismo no necesita esa maquinaria. Su fuerza no reside en la organización, sino en la viralidad. El algoritmo es su nuevo partido político, una entidad invisible que premia lo extremo y castiga lo complejo.
Las plataformas digitales funcionan como fábricas de afectos. Lo que produce engagement no es el pensamiento, sino la reacción. Y el odio reacciona mejor que cualquier argumento. Las redes sociales son laboratorios donde se fabrican microfascismos cotidianos: chistes racistas disfrazados de humor, teorías conspirativas revestidas de sentido común, discursos misóginos presentados como “debate sobre la masculinidad”.
El éxito del fascismo contemporáneo reside en que no se presenta como tal. Se disfraza de autenticidad. No dice “quiero imponer”, sino “quiero opinar”. No se reconoce como sistema de dominación, sino como resistencia frente a uno. De ahí su eficacia: logra colonizar el imaginario popular desde el lenguaje de la libertad.
Los viejos dictadores temían al pensamiento crítico. Los nuevos lo ridiculizan. Y lo hacen con eficacia, porque en el ecosistema digital la ironía es más poderosa que la razón.
El humor, que históricamente sirvió para desmontar al poder, ha sido cooptado por él. El fascismo del siglo XXI se ríe de todo para no rendir cuentas de nada.

LA INDUSTRIA DEL CINISMO Y EL NEGOCIO DE LA INDIGNACIÓN
La ultraderecha digital no es solo un fenómeno ideológico, sino también económico. Las audiencias se monetizan, los discursos se patrocinan, la indignación se vende. Cada tuit incendiario, cada vídeo provocador, cada insulto calculado se traduce en visitas, en donaciones, en contratos publicitarios.
El odio se ha convertido en modelo de negocio. Y no solo para los influencers. También para las plataformas que viven de mantenernos en guerra emocional constante. Cuanto más polarizados, más tiempo pasamos en la aplicación. Cuanto más enfadados, más rentables somos.
No hay diferencia estructural entre una fábrica de armas y una fábrica de clicks. Ambas viven del conflicto. Ambas necesitan enemigos. Ambas deshumanizan.
En este contexto, los influencers de extrema derecha no son anomalías, sino productos lógicos del sistema. Son la consecuencia de un capitalismo digital que ha entendido que la rabia es la emoción más rentable del siglo.
El fascismo contemporáneo no destruye la democracia: la convierte en entretenimiento.
DE LA POLÍTICA AL ESPECTÁCULO: EL COLAPSO DE LA VERDAD
En el siglo XXI, la verdad ha perdido prestigio. La información compite con la opinión, la evidencia con el relato, el periodismo con el algoritmo. La ultraderecha ha capitalizado ese derrumbe de la confianza.
El discurso conspiranoico ofrece algo que la razón no puede prometer: certeza emocional. Quien cree en un bulo no lo hace porque sea tonto, sino porque necesita pertenecer. En un mundo despolitizado, la conspiración actúa como identidad.
Así, el influencer fascista no solo comunica, sino que administra una comunidad de fe. Los seguidores no consumen información: consumen pertenencia. Y en esa dinámica, cualquier intento de desmontar su mentira se interpreta como persecución.
El fascismo digital sobrevive porque el debate racional ya no tiene espacio donde respirar. Cada red social es una cámara de eco, un espacio cerrado donde la contradicción se percibe como agresión. De ahí la paradoja: nunca hubo tanta comunicación y, al mismo tiempo, tanta incomunicación.
El fascismo de hoy no necesita censurar. Le basta con distraer.
EL NUEVO ROSTRO DEL AUTORITARISMO
El fascismo clásico construyó campos, cárceles y ministerios de propaganda. El del siglo XXI construye tendencias, fandoms y hashtags. Su herramienta no es el miedo, sino la saturación.
En lugar de prohibir la palabra del adversario, la ahoga bajo toneladas de ruido. En lugar de quemar libros, los sustituye por contenido. En lugar de imponer una verdad única, crea tantas versiones que ninguna puede sostenerse.
La consecuencia es una democracia agotada, incapaz de distinguir la libertad de expresión del derecho a mentir. La posverdad no es un error del sistema: es su forma actual de dominación.
El influencer fascista se proclama defensor de la libertad mientras apunta con su cámara a minorías vulnerables. Dice “soy libre para pensar”, cuando en realidad repite el guion que el poder económico necesita. El odio se disfraza de disidencia, el privilegio de meritocracia, la ignorancia de valentía.
Ese es el truco: no se impone la obediencia por miedo, sino por seducción.
RESISTIR NO ES SILENCIAR, ES REAPRENDER A ESCUCHAR
El antifascismo del siglo XXI no puede limitarse a denunciar, debe reconstruir la conversación pública. Si el fascismo usa el lenguaje de la emoción, hay que responderle desde la empatía sin ceder en la verdad. Si coloniza las redes, hay que disputar el algoritmo. Si convierte la política en entretenimiento, hay que recuperar el sentido del nosotros.
Porque lo que está en juego no es solo la democracia formal, sino la posibilidad misma de la verdad.
El fascismo del siglo XXI no lleva uniforme ni partido. Lleva micrófono, patrocinadores y comunidad. No habla desde un balcón, sino desde un canal. Y no promete imperios, sino libertad.
Pero bajo ese disfraz digital late la misma pulsión de siempre: dominar, dividir y deshumanizar.
La historia ya lo ha visto antes. Solo que ahora tiene filtro de belleza.

Fuentes:
“Digital Fascism: Communication in the Age of Social Media” – Christian Fuchs (University of Westminster Press, 2022).
“Propaganda, Media, and the Politics of the Algorithm” – Data & Society Research Institute (2021).
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