La derecha no necesita ganar debates ni lanzar propuestas, solo desmovilizar a la izquierda a través de la desilusión y el desencanto.
El escenario político español atraviesa un momento delicado, uno en el que la corrupción no es solo un fenómeno legal o un problema ético. En realidad, se ha convertido en un instrumento deliberado de la derecha política para generar un clima de desafección entre las filas de la izquierda. Ya no estamos ante meros escándalos puntuales, sino ante una operación profundamente cínica que busca provocar el agotamiento moral del electorado progresista.
La corrupción ha sido siempre una línea divisoria entre izquierda y derecha. Para la derecha, históricamente, ha sido una cuestión de daño colateral; un mal necesario que forma parte del engranaje del poder. Para la izquierda, en cambio, representa una traición a los principios más fundamentales. Aquí radica la clave de la actual estrategia de la derecha: hacer de la corrupción un tema tan ubicuo y constante que despoje de cualquier horizonte ético a quienes han depositado en la política su ideal de justicia.
No se trata solo de descubrir la corrupción en las filas del PSOE o de señalar con saña a figuras como Ábalos. El verdadero objetivo es más profundo, más sutil. Es la erosión del sentido mismo de la política como una herramienta para transformar la sociedad. La derecha sabe que su poder no reside tanto en ganar elecciones, sino en sembrar la idea de que todas las opciones son iguales, de que todo es un lodazal en el que las diferencias entre unos y otros se diluyen en la misma mediocridad moral.
El hastío se convierte así en una forma de control social. No es el escándalo lo que daña a la izquierda, sino la repetición constante del mismo, la sensación de que no hay escapatoria posible, de que todos los intentos de regeneración están condenados al fracaso. La derecha no necesita probar que el Gobierno es corrupto; le basta con mantener en el aire la sospecha, con insinuar que todo está podrido desde sus cimientos. La incertidumbre es suficiente para sembrar el desaliento.
EL DESENCANTO COMO ARMA
En este contexto, es fundamental entender que el desencanto es la verdadera victoria de la derecha. El voto de la izquierda, en su mayor parte, no se activa desde una lógica clientelar, sino desde una profunda adhesión a unos valores. Por eso, cuando esos valores se ven mancillados, la reacción natural no es un cambio de lealtades, sino la abstención. La derecha lo sabe bien. Si logra que suficientes votantes de izquierda se queden en casa, ha ganado sin necesidad de convencer a nadie de nada.
Este juego de hastío y desafección es mucho más peligroso de lo que parece. La derecha ha entendido que en la política contemporánea no se trata tanto de movilizar a los propios como de desmovilizar a los contrarios. No necesitan seducir a los votantes progresistas; les basta con hacerles perder la fe en la posibilidad misma de un cambio. Es una forma de nihilismo político que encierra una amarga ironía: mientras la izquierda se debate entre el purismo ético y la resignación, la derecha cabalga con cinismo sobre un sistema que saben moldear a su antojo.
Pero el hastío no es solo un estado emocional; es un estado de cosas. Se propaga a través de los medios de comunicación, se alimenta en las tertulias, en los pasillos del Congreso, en los titulares, en las acusaciones veladas. Se construye una narrativa en la que la izquierda es tan corrupta como la derecha, solo que más torpe en su gestión del escándalo. La política, entonces, deja de ser una herramienta de transformación para convertirse en un espectáculo tedioso, una lucha de barro en la que todos se ensucian por igual.
Y es aquí donde la derecha muestra su verdadero talento: la creación de un paisaje moral de desilusión. Porque mientras la izquierda necesita creer en algo para movilizarse, la derecha siempre ha podido funcionar perfectamente en el vacío ético. No necesitan ideales elevados ni promesas de cambio. Al contrario, prosperan en el terreno baldío de la desesperanza ajena. La derecha no quiere ganar en base a un proyecto de país, sino en base a la demolición de cualquier proyecto ajeno.
La desafección se convierte así en la verdadera trinchera política de nuestros tiempos. No es la corrupción, no son los casos aislados, sino el proceso de degradación del propio concepto de la política como servicio público lo que está en juego. Y cuando ese proceso avanza lo suficiente, la política deja de ser un espacio de disputa de ideas para convertirse en un pantano donde ya no importa quién gane, porque todos hemos perdido.
El verdadero peligro de este clima de hastío es que su objetivo final no es la derrota de un gobierno concreto, sino la aniquilación de la esperanza misma en la posibilidad de una política diferente. Un país que se resigna a que la corrupción es inevitable, que acepta que no hay alternativa, es un país que ha sido derrotado sin necesidad de una sola bala. El hastío es el arma más poderosa de la derecha, porque mata lo único que le da vida a la izquierda: la creencia en un futuro mejor.
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