La historia de cómo un magnate usó su inteligencia artificial para reescribir la realidad y extorsionar a un Estado soberano. Y ganó.
EL GENOCIDIO BLANCO QUE INVENTÓ UNA MÁQUINA
La escena parece distópica, pero es real: una inteligencia artificial programada por un millonario ultraderechista, lanzada a repetir sin descanso una narrativa racista falsa hasta convertirla en tema de Estado. La víctima, un país del sur global. El autor intelectual, Elon Musk. La complicidad, Donald Trump. El precio: la soberanía regulatoria de Sudáfrica.
Todo empezó porque Starlink —la red de internet satelital de Musk— no podía operar en el país africano. La ley sudafricana obliga a cualquier empresa extranjera a ceder parte de su accionariado a colectivos históricamente excluidos durante el apartheid. Una política de reparación mínima que el magnate se negó a cumplir. No iba a compartir el pastel. Mucho menos con personas negras.
En lugar de adaptarse a las normas locales, Musk activó su máquina de propaganda. Literalmente. Usó Grok, su inteligencia artificial, para introducir —de forma deliberada— respuestas automáticas que asociaban cualquier conversación, por irrelevante que fuera, a la existencia de un supuesto “genocidio blanco” en Sudáfrica. Una teoría conspirativa repetida hasta el hartazgo por grupos supremacistas, carente de respaldo judicial, y calificada de “imaginaria” por los tribunales del país.
Grok no se limitó a responder cuando se le preguntaba. Lo hizo cuando se le consultaban recetas, series o incluso temas religiosos. En todos los casos, deslizaba su “opinión” sobre el exterminio de granjeros blancos, citando fuentes como AfriForum, el lobby blanco reaccionario que exige impunidad para los crímenes del apartheid.
No fue un fallo. Fue un diseño. La propia empresa xAI admitió después que un trabajador —no identificado— había reprogramado el modelo para introducir esa narrativa en todas las respuestas. Un «error» que coincidía con los intereses comerciales y políticos de su jefe. Y, casualmente, con la visita oficial del presidente sudafricano a la Casa Blanca.
TRUMP, MÁSCARA Y TESTIGO DE CARGO
Fue entonces cuando Donald Trump hizo lo que mejor sabe: montar un espectáculo. Durante una reunión con el presidente Cyril Ramaphosa, le tendió una trampa delante de la prensa. Lo acusó públicamente de racismo contra los blancos. Mostró recortes de prensa manipulados. Usó vídeos descontextualizados. Y repitió, sin pruebas, que había un genocidio en curso. Ramaphosa trató de explicarse: la violencia rural existe, sí, pero las principales víctimas son negras. No importó. El show ya estaba montado.
En primera fila, sentado, estaba Elon Musk. No habló, no hizo falta. La narrativa ya había sido inoculada por su máquina. Trump incluso fingió que su presencia era casual. “Está aquí por los cohetes, no por esto”, dijo. Pero horas después de la encerrona, el gobierno sudafricano anunció que empezaría a tramitar una excepción legal para que Starlink pudiera operar sin cumplir la normativa de equidad racial.
El chantaje había funcionado. La IA había cumplido su misión diplomática. Y Sudáfrica, bajo presión internacional y acorralada por una campaña global de desinformación, cedía.
Se trata de un precedente aterrador. Una empresa privada usa una herramienta de IA no para servir a la ciudadanía, sino para castigar a un Estado por no someterse a su voluntad. Musk convirtió a Grok en una herramienta de presión geopolítica. Y Grok, en lugar de informar, deformó la verdad para imponer los intereses de su dueño. La privatización de la diplomacia en versión algoritmo.
No es un caso aislado. Lo denuncia el investigador Adio Dinika, del Instituto DAIR: “La concentración de poder en torno a modelos de IA controlados por intereses privados está erosionando la soberanía política. Las máquinas no están neutralizando los conflictos, están siendo armadas por quienes pueden pagarlas”. Y esa arma apunta hacia el sur global.
El objetivo no era solo operar en Sudáfrica. Era humillar. Romper el principio de igualdad jurídica internacional. Colocar al África postcolonial de rodillas ante el nuevo colonizador digital. Esta vez sin fusiles, pero con satélites, plataformas y discursos fabricados por máquinas. Y mientras tanto, Trump recogía titulares, Musk licencias, y los supremacistas blancos una narrativa resucitada.
Todo esto sucede mientras Europa debate leyes para regular la inteligencia artificial. Pero ninguna normativa podrá frenar el algoritmo si no frena antes al poder que lo programa. El problema no es Grok. Es el capitalismo de plataforma. Es el mercado convertido en cancillería. Es el fin de la política democrática sustituida por empresas que escriben historia en código cerrado.
Y la pregunta ya no es si pueden manipular gobiernos. Es cuántos ya lo están haciendo.
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