Bélgica, Eslovaquia y España desafían el dogma armamentístico de la OTAN y exigen decidir en qué se invierte su dinero.
LA OBEDIENCIA MILITAR COMO ÚNICO PROGRAMA
No es un delirio ni un error de redacción. La OTAN está presionando a sus miembros para que destinen el 5% de su PIB a Defensa. Y no, no se trata de un límite máximo, sino de un objetivo impuesto, envuelto en el lenguaje hueco de la “seguridad compartida”, pero con la voz de Donald Trump resonando como eco de fondo. Europa, humillada, arrastra los pies hacia el altar de los cañones con la excusa del «mundo peligroso», como si las guerras no fueran fruto de decisiones, sino accidentes naturales.
Ante este chantaje con bandera estrellada, tres países han empezado a decir basta. Primero España, que en una pirueta política de Pedro Sánchez —mitad realismo, mitad cálculo electoral— anunció que se plantaba en un 2,1%. Luego, Bélgica se negó a llegar siquiera al 3,5% que exige el ala dura del cuartel general atlántico. Y ahora Eslovaquia se suma reclamando “el derecho soberano de decidir” a qué ritmo y con qué estructura puede aumentar su gasto militar.
No es solo una pelea por presupuestos, es una grieta en el relato hegemónico de la OTAN. Porque cuando la Alianza habla de “responsabilidad compartida” en realidad exige obediencia fiscal. No hay consulta democrática, no hay referéndum, no hay debate abierto en medios de masas. Lo que hay es presión, chantaje y propaganda. Y cuando un país se atreve a cuestionarlo, se convierte en “poco fiable”, “débil”, o “aliado tibio”. Traducción: alguien que todavía piensa que el dinero público debe responder al interés público.
GUERRA O BIENESTAR: UNA DECISIÓN POLÍTICA, NO TÉCNICA
La propuesta de gastar un 5% del PIB en defensa no es un objetivo técnico, es una declaración ideológica. Significa que, por cada 100 euros que produce una economía, cinco deben ir a tanques, drones, cazas o infraestructuras duales que, si llega el caso, se militarizarán en horas. Significa —en países como España o Bélgica— renunciar a modernizar escuelas, reforzar sanidad o mejorar pensiones, para blindarse ante enemigos que, en muchos casos, son construcciones narrativas con fecha de caducidad según dicten Washington o Tel Aviv.
Pedro Sánchez ha puesto sobre la mesa una verdad incómoda: que una inversión así “comprometería el Estado del Bienestar”. Es decir, no hay dinero para todo. No puedes tener pensiones dignas, vivienda pública, transporte verde y además cumplir las fantasías belicistas del Pentágono. Al menos no sin recortar en derechos. La guerra tiene un precio. Y se paga en salas de espera, en comedores escolares y en alquileres imposibles.
Pero claro, reconocer que el dinero es finito implica asumir que las prioridades se eligen. Y ahí está el problema. Porque los gobiernos que firman con orgullo la compra de misiles, blindados y cazas F-35, luego se atreven a decir que no pueden subir el SMI o rebajar la jornada laboral porque “no hay margen fiscal”. Lo hay. Lo que no hay es voluntad.
Eslovaquia ha dicho algo que debería grabarse en cada parlamento europeo: «Nos reservamos el derecho soberano de decidir cómo y a qué ritmo aumentar el gasto en defensa». No es una frase radical. Es lo mínimo exigible en una democracia. Y sin embargo, en la OTAN suena a herejía.
La propuesta de Mark Rutte, el nuevo secretario general de la OTAN, va más allá de lo militar. Es la consagración de un modelo económico en el que el Estado solo existe para proteger intereses estratégicos, no para cuidar a su gente. Suena fuerte, pero se traduce fácil: menos Estado del Bienestar, más Estado de Guerra.
Europa no está en paz porque sea fuerte, sino porque aprendió el precio de la guerra. Obligarla a olvidarlo es un crimen político.
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