Cuando la barbarie se normaliza bajo la apariencia de orden y legalidad, el ciudadano deviene cómplice por omisión.
DEPORTACIONES INVISIBLES Y ESTADO DE EXCEPCIÓN
Los números hablan con brutalidad. En la primera semana del segundo mandato de Donald Trump, 7.300 personas fueron expulsadas en vuelos militares sin apenas cobertura mediática. Desde entonces, más de 1.000 vuelos han trasladado a migrantes hacia países donde la violencia, el hambre o la represión garantizan una condena extrajudicial. La excepción mediática fue el caso de Kilmar Abrego García, deportado en contra de una orden judicial a un campo de concentración en El Salvador. La regla, en cambio, es el silencio.
El paralelismo histórico se impone. En la Alemania de 1933, las deportaciones de judíos, comunistas o gitanos se describían como “evacuaciones” o “reasentamientos”. No se hablaba de exterminio, sino de gestión urbana. En el Estados Unidos de 2025, los eufemismos adoptan la forma de “detención administrativa”, “expulsión acelerada” o “refuerzo de la seguridad nacional”. El lenguaje funciona como anestesia.
El propio aparato judicial ha sido desmantelado para facilitar la operación. Más de un centenar de jueces de inmigración (15% del total) han sido despedidos desde enero, como denunció Jennifer Peyton, exjueza jefa adjunta en Chicago. Ella misma lo definió sin rodeos: “El sistema judicial ha sido destruido, desfinanciado y politizado de manera sistemática”. La democracia se erosiona no por un golpe de Estado, sino por una sucesión de golpes burocráticos.
La construcción de 125 nuevos centros de detención de ICE confirma lo que Giorgio Agamben teorizó como estado de excepción permanente: espacios donde el derecho se suspende y la vida desnuda queda a merced de la decisión soberana. Estados Unidos perfecciona así la lógica del campo que Hannah Arendt identificó como el lugar en el que desaparecen los derechos humanos.
EL MEDIO COMO DISPOSITIVO DE NORMALIZACIÓN
El periodista Thom Hartmann recuerda la confesión de Horst Von Heyer, antiguo miembro de las Juventudes Hitlerianas: “No sabíamos”. Ese “no saber” fue, en realidad, el producto de una maquinaria propagandística que eliminó la disidencia mediática y tradujo la violencia en lenguaje administrativo. William Shirer lo documentó en The Rise and Fall of the Third Reich: desde 1933, la prensa alemana dejó de ser un contrapoder y se transformó en un dispositivo pedagógico de obediencia.
Hoy en Estados Unidos no existe un Schriftleitergesetz que criminalice la prensa crítica. Lo que existe es una estructura mediática dominada por oligarquías económicas dispuestas a blanquear al poder a cambio de estabilidad política y beneficios fiscales. Fox News opera como brazo propagandístico del trumpismo. CNN y otros medios, atrapados en la lógica del espectáculo, mencionan de pasada los vuelos masivos pero nunca convierten el dato en escándalo sostenido. La crueldad rutinaria carece de interés noticioso.
La consecuencia es la misma que en la Alemania nazi: la producción social de la ignorancia. No se trata de que la población no pueda saber, sino de que el sistema informativo organiza el “no querer saber”. Michel-Rolph Trouillot lo llamó “silenciamiento de la historia”. Cuando los hechos son nombrados con eufemismos, cuando las cifras se diluyen en el ciclo informativo, cuando las imágenes de cuerpos deportados no llegan a los hogares, la opinión pública se convierte en espectadora pasiva de la excepción convertida en norma.
En 1944, Goebbels organizó una visita propagandística al campo de Theresienstadt, embellecido para la ocasión con jardines y actividades culturales. La prensa internacional lo presentó como un espacio “humano” de reubicación. En 2025, el riesgo es que veamos documentales oficiales sobre centros de detención privados, gestionados por donantes de Trump, donde políticos sonrientes presenten celdas como si fueran residencias temporales. La mentira envuelta en caridad.
La cuestión no es si llegará esa escenificación, sino cuándo.
La historia enseña que el fascismo no comienza con cámaras de gas, sino con vuelos rutinarios, jueces depurados y titulares anestesiados. El verdadero peligro no es la violencia abierta, sino la pedagogía del silencio.
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