El nacionalismo tarifario de Washington ha convertido a sus propios pueblos en víctimas colaterales: la economía de las localidades fronterizas con Canadá se desangra mientras el trumpismo pide más gasolina al fuego.
BOICOT CANADIENSE: UNA RESPUESTA POPULAR A LA SOBERBIA TRUMPISTA
Estados Unidos ha vuelto a toparse con una lección básica de política internacional: el poder no se impone, se negocia. Desde que Donald Trump decidiera relanzar su guerra comercial global en 2025, con una retórica imperialista que incluía la «anexión económica» de Canadá, el país vecino respondió con algo mucho más devastador que una amenaza: un boicot.
Cae el turismo, caen las ventas, caen los puestos de trabajo.
Según Bloomberg Businessweek, la caída del gasto canadiense es generalizada, pero golpea especialmente en lugares como Point Roberts, en el estado de Washington, una localidad literalmente encajada en la frontera que depende en un 80 % del turismo canadiense. Las ventas del supermercado local se han desplomado un 30 %. Las tiendas de recogida de paquetes han cerrado. Los bares se vacían. Y los restaurantes, como el Saltwater Café o el Pier, están al borde del cierre.
Los que votaron a Trump ahora ven cómo sus negocios colapsan mientras las tarifas se les vuelven en contra.
El Rubber Duck Museum, una atracción local, ha tenido que mudarse a Canadá porque sus productos —de fabricación china— triplicaron su precio por culpa de los aranceles de Trump. En Blaine, otra ciudad fronteriza, el tráfico desde Canadá ha caído un 52 % en abril. Y no, no hay pandemia ni cierre de fronteras. Solo hay hastío.
Las cifras lo dicen todo: Washington es uno de los estados más dependientes del comercio internacional de EE.UU., con un 40 % de su empleo ligado a las exportaciones. Los productores de manzanas, cerezas o arándanos se están viendo atrapados entre tarifas cruzadas y represalias. Y mientras tanto, las administraciones locales se enfrentan a recortes: en Blaine, ya han despedido a personal municipal por la pérdida de ingresos fiscales.
UNA NACIÓN INCAPAZ DE MIRARSE AL ESPEJO
El trumpismo ha convertido la política exterior en un juego de provocaciones infantiles.
Trump amenaza con “forzar económicamente” a Canadá para que se someta a su voluntad, como si el país vecino fuera una colonia díscola. Ha dicho públicamente que Canadá debería ser parte de Estados Unidos. Y en respuesta, la población canadiense ha hecho algo muy estadounidense: votar con la cartera.
David Eby, primer ministro de Columbia Británica, animó en marzo a sus conciudadanos a no cruzar la frontera, a comprar productos locales y a “dejar clara nuestra furia”. La medida tuvo un impacto inmediato. Los consumidores dejaron de buscar gasolina barata en EE.UU. porque Washington subió su propio impuesto al carbono. Las y los compradores que aún se aventuraban al sur eran castigados con aranceles al volver, como los 50 dólares extra por comprar 200 en el supermercado estadounidense.
No hay ayudas públicas como durante la pandemia. No hay excepciones. Solo hay una nueva certeza: el nacionalismo económico no tiene aliados, solo enemigos.
Incluso se han creado pegatinas como “Point Roberts apoya a Canadá”, vendidas como acto desesperado de reconciliación. Pero ni eso ha bastado. La petición de exención de tarifas enviada por vecinas y vecinos a las autoridades canadienses no ha recibido ni acuse de recibo. Y cada vez hay más voces que proponen directamente ceder la localidad a Canadá. “Nos sentimos solos”, declara una comerciante local.
Las víctimas de este enfrentamiento no son los poderosos, son los dependientes.
Gente como Gurdeep Bains, empresario de Blaine, que ahora sufre discriminación por tener matrícula de EE.UU. mientras lleva a su hija a jugar al baloncesto a Surrey. O como Tamra Hansen, con dos restaurantes en la cuerda floja y sin margen para resistir el boicot canadiense.
Lo que estamos viendo en la frontera norte de EE.UU. es lo que ocurre cuando el nacionalismo económico de cartón piedra se encuentra con la interdependencia real del siglo XXI. No hay muros que valgan cuando el sustento cotidiano depende de la convivencia, y no de la imposición.
Trump ha querido devolver a Estados Unidos a una era industrial que ya no existe, construyendo enemigos donde había aliados, torpedeando mercados donde había estabilidad. El resultado no es una “América grande de nuevo”, sino una serie de pueblos fantasma, comerciantes arruinados y relaciones bilaterales dinamitadas.
Y en la frontera con Canadá, la única unidad que queda es la de la ruina compartida.
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