En una sociedad que premia el cinismo, la empatía se ha vuelto un acto de rebeldía
Vivimos en un tiempo en el que ser buena persona se ha vuelto sospechoso. Como si fuera un defecto de fabricación. Como si preocuparse por alguien que no sea uno mismo fuera un desliz del sistema, una anomalía. En medio de una cultura que glorifica el canallismo, la bondad no solo no cotiza: molesta. Y eso, lejos de desanimarnos, debería ser motivo suficiente para redoblarla.
Porque sí, el canallismo está de moda. Se premia la crueldad irónica, el zasca rápido, la burla pública. Se aplaude al que humilla, al que pisotea, al que insulta con gracia. El algoritmo recompensa la ofensa, y la ideología neoliberal, que convierte la vida en un mercado, no deja espacio para los cuidados. Ser amable parece una pérdida de tiempo. Ser justo, una ridiculez. Ser decente, una rareza.
EL CANALLISMO COMO CAPITAL SOCIAL
El cinismo ha dejado de ser una pose para convertirse en identidad. Hay quien no solo actúa con desprecio: lo convierte en su marca. Lo rentabiliza. Se hace viral. Es más cómodo odiar que entender. Más cómodo burlarse que empatizar. Más cómodo sumarse al linchamiento que pararse a pensar. Porque pensar duele, y odiar da likes.
Los reality shows premian al que grita más. Las redes sociales amplifican al que polariza. Los medios de comunicación hacen caja con el conflicto. ¿Y el que calla, el que escucha, el que cuida? Ese no sale en portada. Ese no llena auditorios. Ese no tiene club de fans. Porque no vende. Porque no interesa.
Así se construye la normalidad: una sociedad anestesiada ante el dolor ajeno, que confunde crueldad con sinceridad y violencia con autenticidad. Un mundo donde la compasión es vista como debilidad y la ternura como un rasgo sospechoso. Pero la ternura, como decía Galeano, es subversiva. Es incompatible con la lógica del mercado.
SER BUENA PERSONA COMO GESTO POLÍTICO
En este contexto, elegir no odiar, no reírse de quien sufre, no aprovecharse del débil, no participar del circo del desprecio, es profundamente político. No basta con no ser malo. Hay que posicionarse a favor del bien común. Defender lo público. Luchar por la dignidad de quienes no tienen voz. Practicar la bondad como trinchera.
Ser buena persona en un mundo que te empuja a dejar de serlo es un acto revolucionario. Y no hablo de esa bondad ingenua, boba, de tarjeta navideña. Hablo de la bondad que incomoda. De la que se posiciona. De la que cuida con rabia. De la que no se resigna. De la que no calla cuando ve injusticia.
Porque mientras nos dicen que hay que ser «realistas», «competitivos», «fuertes», lo que quieren es que dejemos de ser humanos. Que seamos piezas intercambiables. Que no miremos al de al lado. Que asumamos que esto es lo que hay. Pero no. Esto no es lo que hay. Esto es lo que imponen. Y hay que desmontarlo.
Si el canallismo es sistema, la bondad es resistencia.
Si burlarse del débil es tendencia, defenderlo es trinchera.
Si el cinismo es rentable, la empatía es disidencia.
Si ser buena persona incomoda, seamos una incomodidad.
Y si cuidarse y cuidarnos molesta, que se preparen. Porque no somos pocas ni pocos. Y vamos a ser muchas más.
Se acabó aplaudir al canalla.
Es hora de desobedecer con ternura.
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