Elon Musk no compite, devora. Su oferta de 97.400 millones por OpenAI es solo un asalto más de los muchos que vendrán para monopolizar el futuro
Por Javier F. Ferrero
Elon Musk es la personificación del capitalismo voraz disfrazado de filántropo. No le basta con los coches eléctricos, los cohetes espaciales o las redes sociales reconvertidas en estercoleros de odio. Ahora quiere la inteligencia artificial. Toda.
Musk cofundó OpenAI en 2015 como una organización sin ánimo de lucro, supuestamente para que la IA no quedara en manos de las grandes corporaciones. Pero cuando la empresa empezó a despegar sin él, se largó dando un portazo y montó su propia startup, xAI, sin tanta cháchara altruista. Ahora vuelve con una oferta que huele a rencor y ambición desmedida.
Porque Musk no soporta que le desafíen, que le cuestionen, que alguien tenga más poder que él en un sector clave. Y OpenAI se ha convertido en el epicentro de la revolución tecnológica que definirá el siglo XXI.
Pero no nos confundamos: Musk no quiere salvar OpenAI. Quiere devorarla, trocearla y absorberla en su propio imperio tecnológico. Y si de paso se carga a Sam Altman, CEO de OpenAI y su antiguo socio, mejor. Esto es un ajuste de cuentas con aroma de venganza.
EL TITIRITERO DEL FUTURO
Musk no es solo un magnate egocéntrico con delirios de grandeza. Es un jugador político con intereses claros y conexiones peligrosas.
No hay que olvidar que fue uno de los mayores financiadores de la campaña de Trump, con más de 250 millones de dólares inyectados para devolver al poder a un ultraderechista negacionista del cambio climático y enemigo de la regulación tecnológica.
Y el premio llegó rápido: Musk dirige ahora el «Departamento de Eficiencia Gubernamental» en la Casa Blanca de Trump, un ministerio de eufemismo orwelliano que busca una cosa: desmantelar cualquier barrera que frene el poder de los multimillonarios.
Musk no solo quiere controlar OpenAI, quiere controlar el debate global sobre la inteligencia artificial. Y si se la queda, será él quien dicte las normas, sin supervisión, sin regulación, sin frenos.
No olvidemos cómo terminó su última adquisición: Twitter, ahora X, convertido en una cloaca de odio, conspiranoia y desinformación, donde el algoritmo premia la toxicidad y los anunciantes huyen en masa.
El peligro no es que Musk compre OpenAI. El peligro es que Musk está diseñando el futuro a su medida, como un titiritero que mueve los hilos de la tecnología, la política y la opinión pública para que todo acabe en sus manos.
Altman lo tiene claro y le ha respondido con sarcasmo: «No, gracias, pero si quieres, te compramos Twitter por 9.740 millones». Pero el problema es que esto no es una broma. Es una declaración de guerra.
Y Musk, cuando va a la guerra, juega sucio.
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