El imperio de la distopía ha encontrado a sus dos emperadores. Pero los caudillos nunca comparten el trono.
Por Javier F. Ferrero
Donald Trump y Elon Musk no se parecen en nada y, sin embargo, son exactamente iguales. Uno es un magnate inmobiliario con cerebro de telepredicador, el otro un empresario tecnológico que cree ser el mesías de la inteligencia artificial. Lo que los une no es la admiración ni la camaradería, sino el hambre. Hambre de poder. Hambre de control. Hambre de autocracia con una sonrisa de vendedor de coches usados.
Musk ha comprado su entrada al círculo íntimo de Trump con una generosa «donación» de 288 millones de dólares a su campaña. Pero el pago no fue un regalo, sino una inversión. A cambio, Musk ha recibido su propio Ministerio de la Verdad: el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE). Un título tan ridículo como peligroso. Porque la eficiencia, para los depredadores del neoliberalismo, no significa otra cosa que despedir a media humanidad y dejar la otra media en la miseria.
Su primera medida: destruir la Agencia de EEUU para el Desarrollo Internacional (USAID) sin siquiera avisar al Congreso. ¿Por qué? Porque ayudar a otros países no genera beneficios. Musk y Trump no creen en la cooperación internacional. Creen en el saqueo. En la violencia económica. En el darwinismo social donde solo sobreviven los que tienen acciones en Tesla.
Pero eso es solo el principio. Musk ya ha metido las manos en el sistema de pagos del Tesoro estadounidense, accediendo a datos bancarios, fondos de Seguridad Social y transferencias multimillonarias. ¿Y qué hace Trump? Sonríe y asiente. Para él, tener a Musk es como tener a un hacker al servicio de la mafia.
UN MATRIMONIO DE CONVENIENCIA CON FECHA DE CADUCIDAD
Sin embargo, los matrimonios por interés no duran para siempre. Musk tiene dinero y una empresa que le permite controlar la narrativa digital. Trump tiene un ego descomunal y una necesidad patológica de ser el centro del universo. Y aquí está el problema: solo puede haber un emperador del caos.
La luna de miel entre estos dos villanos tiene los días contados. No hay nada más inestable que un millonario que empieza a restarle protagonismo a Trump. Pregúntale a Steve Bannon. Pregúntale a Jeff Sessions. Pregúntale a cualquier lacayo que haya intentado jugar a ser su igual.
Trump ya lo dejó claro: “Elon no puede hacer nada sin nuestra aprobación.” Su manera de marcar territorio. Su forma de recordarle a Musk quién manda. Pero Musk no es un subordinado cualquiera. No es un ministro de segunda al que pueda despedir con un tuit. Musk es dueño de la plataforma donde Trump quiere volver a ser rey. Si Musk decide apretar el botón, Trump puede quedarse sin su juguete favorito.
El problema es que el monstruo ya está suelto. Musk está demoliendo el Estado desde dentro, privatizando la democracia, eliminando controles y expandiendo su dogma ultraliberal. Mientras los congresistas demócratas intentan frenarlo, los republicanos empiezan a sospechar que el elegido de MAGA ya no es Trump. Es el magnate de Silicon Valley que ha logrado lo que Trump nunca pudo: destruir instituciones sin necesidad de una insurrección.
Si la historia nos ha enseñado algo, es que los dictadores no comparten el trono. Trump cree que está usando a Musk, pero Musk está usando a Trump para convertirse en el primer CEO de Estados Unidos. Y en esta pelea de titanes, la única certeza es que quien saldrá perdiendo es la gente.
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