La posverdad se ha institucionalizado: la mentira ya no destruye carreras, las fabrica.
LA MENTIRA COMO NORMA
“Mentir no es ilegal”. Con esa frase, el Partido Popular ha sintetizado el espíritu de época. Una sentencia política, no jurídica. Un epitafio de la verdad. Que quien fuera el jefe de Gabinete de Isabel Díaz Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez, confesara ante el Supremo haber difundido un bulo —y que su partido lo defendiera con un “mentir no es ilegal”— no revela tanto un escándalo como una mutación: la mentira ya no se oculta, se reivindica.
La política contemporánea ha pasado de la hipocresía a la impunidad discursiva. Donde antes se pedía perdón, ahora se exige comprensión. Donde antes se falsificaban los hechos con sigilo, ahora se exhiben con desparpajo. La mentira ha dejado de ser un acto vergonzante para convertirse en estrategia de comunicación.
Miguel Ángel Rodríguez lo entendió antes que nadie: no hace falta convencer, basta con saturar. No se trata de ganar una discusión, sino de vaciar el significado de las palabras hasta que toda verdad parezca una opinión. Si la realidad es discutible, todo es opinable, y si todo es opinable, el poder no tiene límites morales.
El PP no miente por error, sino por método. Su discurso no busca la verdad, busca desactivar la idea misma de que algo pueda ser verdad. La posverdad no es el fin de la información, es su privatización. Cada cual tiene “su versión”, como si los hechos fueran un género literario.
DE LA POLÍTICA AL MARKETING
La frase “mentir no es ilegal” no es solo una coartada. Es una descripción precisa del modelo político que domina Occidente: la política ya no se gobierna con leyes, sino con narrativas. Los asesores de comunicación han sustituido a los ideólogos, los community managers a los militantes, y los bulos a los programas electorales.
La mentira ha dejado de ser un accidente del sistema para convertirse en su motor. En la era del click, los hechos no compiten con otras verdades, compiten con otras mentiras más atractivas. La verdad no se impone por veracidad, sino por viralidad.
Los partidos han aprendido que la coherencia desgasta más que la falsedad. Que reconocer un error cuesta votos, pero mantener una mentira moviliza emociones. Que el cinismo es rentable. Mentir se ha convertido en una forma de gobernar la atención.
La política española —como tantas otras— se ha rendido a la lógica del espectáculo. Las y los portavoces ya no comparecen para informar, sino para mantener encendida la conversación. No buscan persuadir, sino polarizar. No necesitan argumentos, solo frases diseñadas para las redes. “Mentir no es ilegal” suena casi como un eslogan. Una versión castiza del “alternative facts” de Trump.
LA MUERTE DEL CONTRATO SOCIAL
El problema no es jurídico, es cultural. Una sociedad que acepta que la mentira sea un instrumento legítimo del poder es una sociedad que ha renunciado a distinguir entre el engaño y la estrategia. Cuando la verdad se degrada, la democracia se vacía.
El ciudadano o la ciudadana deja de ser sujeto político y se convierte en consumidor de relatos. Se informa no para comprender, sino para reafirmar sus prejuicios. Y el poder, liberado de cualquier obligación de honestidad, gobierna desde la manipulación emocional.
La frase de Alma Ezcurra (“uno se sentará en el banquillo y el otro es solo un testigo”) no pretende explicar nada. Solo distraer. Solo reforzar el relato de que todo es una conspiración, un enfrentamiento entre “ellos y nosotros”. El mismo mecanismo que permite a Donald Trump, Javier Milei o Viktor Orbán sobrevivir a sus propias mentiras.
En este contexto, la prensa libre se convierte en una amenaza, no por lo que dice, sino por lo que representa: la idea de que los hechos importan. Por eso se la insulta, se la amedrenta, se la desacredita. Y mientras tanto, los bulos se institucionalizan, los portavoces sonríen y el electorado normaliza el cinismo.
Mentir no es ilegal, cierto. Pero cuando la mentira se convierte en lenguaje oficial, la democracia deja de ser real.
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