Un país que se acostumbra a la impunidad acaba rompiéndose por dentro.
LA CORRUPCIÓN COMO RAZÓN DE ESTADO
Benjamín Netanyahu ha pedido este domingo lo que ningún primer ministro democrático debería atreverse a solicitar: su propio indulto. No porque sea inocente. No porque exista un error judicial. Sino porque, según afirma su defensa, los procedimientos penales “perjudican los intereses del Estado”. La frase es tan transparente que duele. En ella se condensa toda la arquitectura política que ha sostenido a Netanyahu durante décadas: el país como escudo de un hombre, el poder como refugio ante la justicia.
La petición llega envuelta en una carta al presidente Isaac Herzog que menciona, en primer lugar, a Donald Trump. ¿A quién le importan “unos cigarros y champán”?, preguntó el mandatario estadounidense en octubre ante el Parlamento israelí. La pregunta, además de indecente, revela la deriva de ambas administraciones. Lo que para Trump es un capricho ridículo de millonario es, para cualquier sociedad que aspire a llamarse democrática, un caso de corrupción flagrante. Pero ese detalle parece irrelevante para quienes han convertido la política en un arte de supervivencia personal.
El equipo jurídico del primer ministro sostiene que los juicios abren una grieta en la sociedad. Los procedimientos penales, dicen, “exacerban las disputas” y distraen de los asuntos de seguridad nacional. Traducido al lenguaje llano: que el Estado funcione o que se respete la ley es secundario siempre que Netanyahu permanezca en el cargo. La democracia como una molestia. La justicia como un obstáculo. La ciudadanía como un telón de fondo.
Los argumentos son una pieza más del relato que Netanyahu arrastra desde hace años, esa épica del líder perseguido por un supuesto “Estado profundo”. Lo que sus abogados llaman “interés público” es, en realidad, el interés privado de un primer ministro cercado por tres causas abiertas por corrupción, fraude, abuso de confianza y soborno. Y aun así, tiene la audacia de afirmar que renuncia al juicio porque solo piensa en el bien del pueblo.
GUERRA, IMPUNIDAD Y EL ARTE DEL DESVÍO
Netanyahu pretende que la guerra lo exonere. Y lo hace sin disimulo. En la carta enviada a la presidencia enumera, como méritos para justificar el indulto, la ofensiva en Gaza, los ataques en Líbano, las operaciones contra los hutíes de Yemen, las tensiones con Siria y el choque con Irán. Las y los muertos palestinos, la devastación en Gaza, el colapso humanitario, quedan convertidos en un argumento político más. La guerra como currículum. La violencia como salvoconducto.
Esta es la lógica perversa: quien dirige una ofensiva militar en nombre de la “seguridad nacional” no puede perder tiempo rindiendo cuentas ante un tribunal. El poder se reclama imprescindible. El líder se sitúa por encima de la ley. El Estado deja de ser una estructura común para convertirse en el cuerpo legal y simbólico de un solo hombre.
Mientras tanto, Israel presencia escenas que hace años habrían provocado dimisiones inmediatas. Dos palestinos desarmados, con las manos en alto, son ejecutados a quemarropa por policías israelíes. El vídeo es explícito, insoportable, indiscutible. Pero hoy, cuando un primer ministro pide su indulto porque tiene guerras que dirigir, estas imágenes apenas rozan la superficie del debate público. La impunidad arriba contagia la impunidad abajo.
Netanyahu no solo quiere evitar el juicio. Quiere que su absolución sea un acto político, una declaración de lealtad del Estado hacia quien lo gobierna. La presidencia ha transferido la petición al Departamento de Indultos, controlado por Yariv Levin, figura clave del Likud y arquitecto de la ofensiva contra el sistema judicial. El círculo se cierra. El poder se juzga a sí mismo.
Los casos que pesan sobre él no son menores. En el caso 1.000, Netanyahu habría recibido regalos de lujo del magnate Arnon Milchan a cambio de favores políticos. En el caso 2.000, habría pactado cobertura favorable con el editor del Yedioth Ahronoth para perjudicar a un medio rival. En el caso Bezeq-Walla, habría ofrecido favores regulatorios a cambio de una imagen mediática progresivamente domesticada. Tres causas. Tres esquemas distintos. Una misma lógica de poder personalista.
Aun así, el primer ministro insiste en que se siente “seguro” de su futura absolución. Y que renuncia a demostrarla solo por el bien de Israel. La frase es tan cínica que se convierte en prueba.
La justicia no perjudica a un Estado. Lo perjudica la convicción de que hay líderes demasiado importantes para responder ante ella.
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