Mientras miles se quedan sin techo, las instituciones se rinden al capital inmobiliario
En el 2023, Málaga registró más de mil desahucios, lo que significa tres al día, la mayoría por impago de alquiler, según la Red Andaluza de Lucha Contra la Pobreza y la Exclusión Social. Esta provincia, donde el alquiler ha subido un 20% en un año, ofrece rentas que superan los 1.100 euros mensuales, mientras miles de malagueñas y malagueños apenas alcanzan a cubrir lo básico.
La situación se agrava con el turismo, un monocultivo que ha convertido barrios enteros en decorados para el visitante, expulsando a quienes hicieron la ciudad lo que es. La precariedad y estacionalidad de los trabajos completan el ciclo de exclusión.
La respuesta de la Junta de Andalucía parece responder más a los intereses de un mercado que a los de sus habitantes. Su nueva ley de vivienda relega la “vivienda como bien social” y la redefine como “bien patrimonial”, apostando por un enfoque que apunta a fortalecer la actividad inmobiliaria antes que garantizar un techo. Mientras tanto, el borrador del proyecto reserva un espacio a una “comisión de desahucios y lucha contra la ocupación”, ignorando las demandas sociales de vivienda pública y asequible. Como si el acceso a un hogar seguro fuera un crimen, y no un derecho.
En toda Andalucía, la demanda de vivienda pública es clamorosa. Según el informe Acceso a la Vivienda: Objetivo Andalucía, Sevilla necesita al menos 15.000 viviendas asequibles para responder a la emergencia habitacional. Sin embargo, el parque público de Sevilla, gestionado por EMVISESA, apenas cuenta con 4.000 viviendas, muchas de ellas antiguas y mal mantenidas. Pero el problema no es solo la escasez. El régimen público tiene fecha de caducidad: después de algunos años, estas viviendas pueden ser vendidas en el mercado, permitiendo una nueva ola de especulación.
TURISTIFICACIÓN Y DESPOJO: CÁDIZ Y EL MODELO QUE EXCLUYE
En Cádiz, el precio de la vivienda y la presión turística han alcanzado un punto de no retorno. La densidad de pisos turísticos convierte a Cádiz en una máquina de expulsión, mientras las rentas de sus habitantes apenas superan los 17.800 euros anuales. El contraste no podría ser mayor: en una ciudad de grandes fortunas turísticas, la tasa de desempleo supera el 18%, una realidad en la que para muchos y muchas tener un hogar seguro es una quimera.
Este modelo turístico devora el tejido urbano y las historias de quienes hicieron la ciudad. La turistificación aquí no solo significa gentrificación; implica el despojo de todo un legado cultural, vecinal, emocional. Las trabajadoras y trabajadores, los carnavaleros, cadistas, cofrades y colectivos LGTBIQ están siendo expulsados, con la complicidad de quienes deberían protegerlos.
El discurso de las autoridades autonómicas, que defienden la expansión inmobiliaria como motor económico, suena hueco cuando la gente es desahuciada por no poder pagar alquileres abusivos. Se ha consolidado una política de puertas abiertas a la especulación inmobiliaria, a los fondos buitre y a los grandes tenedores de viviendas, mientras las personas enfrentan una precariedad sin alternativas.
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