18 Nov 2025

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La ofensiva de Trump contra América Latina: una estrategia desesperada para frenar el declive de su agonizante imperio
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La ofensiva de Trump contra América Latina: una estrategia desesperada para frenar el declive de su agonizante imperio 

Por Manu Pineda

En esta encrucijada histórica del siglo XXI, con un mundo multipolar avanzando a pasos acelerados y los pilares de la hegemonía estadounidense resquebrajándose, América Latina vuelve a colocarse en el centro de la disputa global por el poder. Estados Unidos, que durante dos siglos ha tratado a la región como su “patio trasero”, responde al deterioro de su capacidad de control con una estrategia de agresión integral. En este marco, el segundo mandato de Donald Trump representa un salto cualitativo en el intervencionismo imperialista: militarización abierta, guerra económica, operaciones encubiertas, campañas de desestabilización y sanciones extraterritoriales forman parte de una misma lógica desesperada por frenar el declive de un imperio que ya no puede sostener su dominio por medios políticos o económicos y que, por ello, recurre a la fuerza bruta como único lenguaje que le queda.

Uno de los ejemplos más evidentes de esta ofensiva es la Operación Lanza del Sur, dirigida contra Venezuela. Amparándose en el pretexto del “narcoterrorismo”, Washington ha desplegado en el Caribe el mayor dispositivo militar en tres décadas: el portaaviones USS Gerald R. Ford, varios destructores, aviones F-35, un submarino nuclear y unos 15.000 soldados. A ello se suman bombardeos en aguas internacionales que han provocado al menos setenta muertes, sin que Estados Unidos haya presentado una sola prueba que sustente sus acusaciones. Incluso si esas embarcaciones hubieran estado involucradas en actividades ilícitas —algo que Washington no ha demostrado—, el derecho internacional es categórico: ningún país está autorizado a erigirse en gendarme global ni a ejecutar ataques letales sin proceso judicial ni mandato del Consejo de Seguridad de la ONU. Se trata de ejecuciones extrajudiciales que vulneran el derecho marítimo, el principio de proporcionalidad y las normas más básicas de responsabilidad internacional.

La opacidad que rodea estas operaciones es total. En uno de los bombardeos hubo sobrevivientes, pero nunca se informó sobre su estado, ubicación ni situación jurídica. Esa falta absoluta de transparencia provocó una respuesta inmediata de la comunidad internacional. Volker Türk, alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, condenó los ataques; gobiernos como los de Rusia, Brasil, México o Colombia exigieron su cese; y el canciller Serguéi Lavrov resumió la ilegalidad de la operación al afirmar que “así actúan los países fuera de la ley”. Nicolás Maduro señaló que esta ofensiva no es solo contra Venezuela, sino “contra toda la América y contra toda la humanidad”, y recordó que su objetivo real es controlar la riqueza petrolera venezolana. El propio Trump llegó a admitir públicamente que autorizó operaciones de la CIA en territorio venezolano, confirmando una larga tradición estadounidense: la infiltración, manipulación y desestabilización como herramientas permanentes de intervención.

La agresión contra Cuba forma parte de la misma estrategia de asfixia y castigo. El bloqueo es un crimen continuado que intenta estrangular la vida cotidiana de un país soberano. La Asamblea General de la ONU ha votado 33 veces, casi por unanimidad, para exigir su eliminación, pero Washington no solo lo mantiene sino que lo endurece. Su funcionamiento descansa en tres mecanismos fundamentales: la persecución extraterritorial que ejerce la OFAC, imponiendo multas multimillonarias a bancos y empresas de terceros países que procesen transacciones relacionadas con Cuba; la Ley Helms-Burton, que castiga inversiones internacionales en la isla violando la soberanía de los Estados afectados; y la norma que prohíbe exportar a Cuba cualquier producto que contenga más de un 10% de componentes estadounidenses, un castigo devastador para un país obligado a operar en una economía global interdependiente.

A ello se suma la inclusión unilateral de Cuba en la lista de “países patrocinadores del terrorismo”, rechazada incluso por el Grupo de los 77 + China. Su efecto real es impedir o encarecer radicalmente cualquier operación financiera internacional, desde la compra de alimentos hasta la adquisición de suministros médicos básicos. Solo entre marzo de 2024 y febrero de 2025, el bloqueo provocó pérdidas superiores a los 7.556 millones de dólares.

El recrudecimiento de la agresión se extendió incluso al ámbito migratorio, con la eliminación de la exención de visado conocida como ESTA para quienes hubiesen visitado Cuba. Esta medida, aparentemente técnica, tiene un impacto directo en sectores estratégicos como el turismo y forma parte de una política deliberada de castigo económico.

La ofensiva estadounidense se despliega también en otros países de la región. Colombia, desde que el gobierno de Gustavo Petro decidió adoptar una postura soberana frente al genocidio que el aliado sionista de Washington está perpetrando en Gaza y se negó a participar en la estrategia de acoso contra Venezuela, se ha convertido en objetivo prioritario. Barcos colombianos han sido bombardeados por Estados Unidos en el Caribe y el Pacífico bajo pretextos no verificados; se han intensificado las presiones económicas y diplomáticas; y los grandes medios internacionales han desatado una campaña destinada a presentar al gobierno colombiano como inestable, radicalizado o desbordado. Es el guion clásico de la intervención imperialista aplicado a escala hemisférica: destruir reputaciones, minar legitimidades e instalar narrativas que justifiquen futuras interferencias.

En México, por su parte, sectores vinculados a agencias estadounidenses buscan estimular una “revolución de colores”, especialmente orientada hacia la juventud urbana. Se replican las tácticas utilizadas en Europa del Este y Oriente Medio, donde las dimensiones psicológicas y culturales de la intervención —propaganda, manipulación emocional, redes digitales, politización del descontento social— son tan decisivas como la presión económica o militar.

La razón de fondo que explica esta escalada es evidente: Estados Unidos enfrenta un declive estructural e irreversible de su hegemonía. China es ya el principal socio comercial de gran parte de América del Sur y despliega iniciativas de infraestructura basadas en cooperación, no en sometimiento. Rusia, India, Turquía, Irán y otros actores emergentes consolidan un orden internacional donde Washington ya no puede imponer unilateralmente sus reglas. Ante esta nueva realidad, el imperialismo estadounidense recurre a lo que históricamente ha utilizado cada vez que ha sentido amenazado su dominio: la fuerza militar, la presión económica y la desestabilización política. La Operación Lanza del Sur no es solo un ataque contra Venezuela, sino un mensaje hacia Beijing: Estados Unidos está dispuesto a utilizar su poder militar para preservar los espacios que considera vitales, incluso violando de manera flagrante el derecho internacional.

El problema para Washington es que este comportamiento revela más debilidad que fortaleza. Incapaz de competir con China en cooperación, comercio e inversión, se aferra a sanciones, amenazas y violencia. Es el comportamiento típico de un imperio consciente de que su tiempo histórico se agota.

Frente a esta ofensiva, América Latina no está inerme. La resistencia de Cuba, la firmeza de Venezuela, la dignidad de Colombia y la soberanía de México, sumadas al ascenso del Sur Global, muestran que el viejo orden hemisférico vive una crisis irreversible. La defensa de la soberanía latinoamericana se ha convertido en una causa global. No se trata solo de frenar la agresión militar y económica estadounidense, sino de construir relaciones internacionales basadas en el respeto mutuo, la cooperación y el derecho internacional, lejos de la imposición unilateral de un poder en decadencia.

Por eso, la única respuesta proporcional a la magnitud de la agresión estadounidense es una integración latinoamericana profunda, irreversible y abiertamente antiimperialista. No basta con resistencias nacionales dispersas: es imprescindible tejer una arquitectura regional capaz de blindar la soberanía de los pueblos de Nuestra América frente a un enemigo que, en su fase agonizante, se vuelve más agresivo y destructivo. Los imperios, cuando perciben su caída, recurren a la violencia sin límites. Y eso es hoy el imperialismo norteamericano: una bestia herida, incapaz de mantener su hegemonía por medios económicos o diplomáticos, que descarga su frustración mediante bloqueos, sanciones, sabotajes y operaciones militares.

Frente a este escenario, América Latina debe consolidar un polo autónomo y soberano que avance hacia la integración energética, financiera, tecnológica, alimentaria y militar. Es tiempo de fortalecer la CELAC, recuperar UNASUR, revitalizar el ALBA y construir instituciones comunes que protejan a la Patria Grande de la agresión imperial. Es indispensable crear bancos regionales que rompan la dependencia del dólar y establecer alianzas estratégicas con el mundo multipolar que reconozcan la igualdad soberana entre los Estados. Solo así podremos impedir que Washington vuelva a chantajear a los países latinoamericanos con sanciones o intervenciones encubiertas.

La integración no es un ideal remoto: es una condición de supervivencia. La ofensiva actual demuestra que ningún país está a salvo por sí solo, pero también que, cuando los pueblos se unen, Estados Unidos pierde margen de maniobra. Por eso intenta dividir, aislar, comprar conciencias y manipular procesos políticos internos.

En este momento histórico decisivo, América Latina tiene la oportunidad —y la obligación— de convertirse en sujeto político del nuevo orden internacional, no como periferia subordinada, sino como bloque soberano que defiende la paz, la justicia social y la dignidad humana. La tarea es monumental, pero inaplazable. La ofensiva de Trump confirma que el imperialismo estadounidense está dispuesto a destruir lo que sea necesario para retrasar su final; nuestra respuesta debe ser la unidad continental, la cooperación solidaria y la determinación inquebrantable de construir una América Latina fuerte, libre y sin tutelas. Solo así garantizaremos que los pueblos de América Latina y el Caribe se coloquen, de una vez por todas, en el lugar que les corresponde: del lado de la historia, del lado de la emancipación, del lado de la victoria.

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