Un sistema que se declara garantista pero deja a un niño entre las manos de un presunto maltratador.
UN PROCESO QUE SE ALARGA MIENTRAS UN MENOR QUEDA EXPUESTO
La historia de Juana Rivas es ya un manual de cómo la justicia europea puede fracasar en lo esencial: proteger a la infancia. El Supremo italiano decidirá antes de que acabe 2025 si un niño de 11 años debe seguir viviendo con un padre procesado por maltrato. Mientras tanto, Francesco Arcuri mantiene la custodia, pese a las acusaciones de golpes, amenazas de muerte y asfixias a sus propios hijos. El juicio penal ni siquiera ha comenzado. La sentencia, como pronto, no llegará hasta 2027.
El niño no es prioridad. Lo son los plazos, los trámites, los formalismos. En Italia, el proceso civil y el penal van por caminos distintos. La presunción de inocencia del adulto pesa más que el principio de precaución hacia el menor. A diferencia de España, donde el artículo 94 del Código Civil suspende visitas y custodias cuando hay indicios de violencia, la normativa italiana prefiere esperar y ver. ¿Qué precio se paga por esa espera? Lo paga un niño que vive bajo el cuidado del hombre que, según la Fiscalía, le llamó “gusano asqueroso”, le escupió en la cara y le amenazó con matarlo si hablaba.
El fiscal Sergio de Nicola ha detallado con crudeza las agresiones: bofetadas, golpes contra paredes, manos al cuello hasta cortarle la respiración. Hay certificados médicos y fotografías que refuerzan el relato. Y aun así, la Corte de Apelación de Cagliari pintó a Arcuri como un padre “modelo”, reduciendo una condena previa por malos tratos en 2009 a “un hecho aislado”, casi una anécdota.
UNA JUSTICIA QUE CASTIGA A LAS MADRES QUE DESOBEDECEN
El relato judicial huele a viejo. La justicia no solo tarda, también elige bando. A Juana Rivas se la marcó con una condena por sustracción de menores en 2018. Esa mancha se ha usado una y otra vez para dudar de su capacidad como madre, sin preguntarse si huir era la única forma de proteger a sus hijos. El tribunal italiano lo dijo claro: ella manipulaba, él solo era “grosero, exasperado”. El maltratador convertido en padre ejemplar por decisión judicial.
Este sesgo no es una excepción. Es la misma lógica que castiga a madres y padres protectores por sacar a sus criaturas de entornos violentos, mientras se pide a los niños paciencia hasta que la justicia se aclare. En Europa, una mujer que huye con sus hijos puede ser condenada antes de que un maltratador lo sea. La desobediencia materna se paga más caro que la violencia masculina.
La Fiscalía italiana insiste en que el procedimiento ha estado “desequilibrado en favor de Arcuri”, ignorando pruebas médicas y testimonios de los menores. Pero la custodia ya fue otorgada dos veces al padre y revertirla requeriría otro proceso, otro año, otros jueces. La maquinaria judicial avanza lento cuando se trata de proteger, pero es implacable para castigar a quien desafía sus reglas.
El resultado es un niño atrapado entre dos sistemas: uno que se lava las manos y otro que prefiere el expediente limpio a la infancia viva. Un tribunal capaz de relativizar una condena por malos tratos mientras obliga a un menor a vivir con su presunto agresor no es imparcial, es cómplice.
En esta historia, la justicia europea no es ciega, es selectiva. Y las víctimas vuelven a ser las mismas: una madre que desobedece y un niño que aprende que la violencia puede tener custodia compartida.
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