Llora Juan Carlos I desde Abu Dabi: sin pensión, sin vergüenza y sin justicia
Javier F. Ferrero
VIVIR EN UNA VILLA DE ENSUEÑO NO ES MOTIVO DE LLANTO
Dice Juan Carlos I que no cobra pensión. Que le han “robado su historia”. Que se siente solo. Que el exilio dorado en Abu Dabi —donde vive entre cacerías, mariscos y escoltas— no compensa el dolor. Y claro, las redes han estallado. Porque si esto no te parte el alma, es que no tienes corazón. O eso dicen los súbditos de Zarzuela.
Mientras miles de pensionistas no llegan a fin de mes, el rey emérito se queja desde su jet privado. No habla de las cuentas opacas en Suiza, de los maletines saudíes, ni de su amistad con dictadores. No menciona la fortuna amasada con comisiones ilegales. Habla de él. Del pobre Juanito, víctima de un país desagradecido que —tras tragar con décadas de impunidad— ahora osa cuestionar su legado.
Lo más grotesco no es que lamente su situación. Lo insoportable es que haya medios que reproduzcan sus lamentos sin vomitar en directo. Como si el relato del “rey campechano” aún tuviera algún peso moral. Como si sus memorias pudieran redimir los años de cacerías con Corinna mientras estallaba la burbuja inmobiliaria, o los acuerdos con sátrapas mientras el paro juvenil reventaba todos los récords.
El mismo hombre que fue entronizado por Franco y blindado por la Transición, exige ahora compasión. Pide que miremos a otro lado, que olvidemos las víctimas del 23-F, los negocios con armas, los silencios institucionales, los sobres cerrados con sello real.
LOS RICOS LLORAN, PERO NUNCA PAGAN
Mientras tanto, el pueblo que sostiene esta farsa monárquica sigue pagando. Las y los trabajadores que cotizan cada mes para una pensión digna. Las enfermeras y enfermeros que sostienen turnos imposibles por sueldos miserables. Las madres solteras que malviven con subsidios de risa. A esa gente sí les roban la historia cada día.
¿Y qué hacen los poderosos cuando alguien levanta la voz? Se victimizan. La derecha mediática protege al emérito como protegió a los franquistas, a los corruptos y ahora a los negacionistas. Son los mismos que se indignan porque alguien le canta las cuarenta al rey, pero callan ante la pobreza energética o el colapso del sistema público.
El relato de Juan Carlos I no es solo un delirio de grandeza herida. Es un aviso. Mientras no se juzgue al emérito, mientras no se revise la impunidad de la monarquía, este país seguirá siendo un decorado. Un teatrillo donde los ladrones de cuello blanco se convierten en víctimas, y el pueblo en figuración muda.
No es que no tengamos corazón. Es que ya estamos hartas y hartos de tragarnos sus lágrimas de cocodrilo.
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