Por Ramón Codina Bonet, filósofo, pedagogo y escritor
La publicación de Antitauropedia, cuyo subtítulo es Diccionario histórico del pensamiento antitaurino, editada por Plaza y Valdés, con un espléndido prólogo de Espido Freire, y cuyo autor es el periodista y doctor en Historia Contemporánea Juan Ignacio Codina Segovia, resultaba muy necesaria. Con rigor académico, y lejos de cualquier apasionamiento, su lectura, repleta de referencias y de datos (algunos muy sorprendentes), pone de manifiesto el sufrimiento de los toros de lidia, y cómo insignes personajes de la historia de España, sobre todo a partir del Renacimiento, denunciaron el martirio de estos animales con argumentos que, desde su autoridad política, científica, académica o literaria, reflejan su sensibilidad, su afán reformista y su lucha por el progreso social y cultural de nuestro país. No obstante, y visto lo visto, lamentablemente resultó ser un predicar en este desierto intelectual que en ocasiones es España. Si la dureza de la carne animal es obvia, más parece serlo la del alma humana, con la grave contradicción de que la primera sufre, mientras que la otra se regocija ante el dolor ajeno, en este caso el de los toros.
Por tanto, la cuestión primordial que se expone a lo largo de esta obra enciclopédica es esta: la histórica denuncia del sufrimiento innecesario ejercido sobre los toros, y sobre los otros animales martirizados desde hace siglos en la tauromaquia (caballos, mulos, vacas, perros…, y hasta elefantes). Pero, como parece ser que en esta vida el sufrimiento es inexorable, uno llega a pensar en si, con el fomento de la tauromaquia, se hubiera querido predisponer, habituar o aclimatar a los humanos a algo inevitable: el dolor y el padecimiento. Pero, paradójicamente, no al suyo, sino al de los animales.
Los que sostienen esta premisa, que viene a decir algo así como que, ya que de por sí vivimos en un mundo rodeado de dolor y pesar, y que, como quiera que la naturaleza (especialmente la del animal humano) es en sí violenta, la tauromaquia nos anestesia o acostumbra a los padecimientos, y de paso da rienda suelta, de forma controlada, a la crueldad que anida en las esquinas más sombrías del alma humana, cumpliendo así una supuesta función social.
Pues bien, frente a este discurso cabe argüir que, si bien el sufrimiento resulta ineludible, no es en absoluto irreductible, como se puede ver todos los días, por ejemplo, en la práctica de la medicina, de la justicia, de la caridad, o con el ejercicio del consuelo, el altruismo, la compasión, etc., no como solución definitiva, que solamente la tiene en algunos casos, pero sí, al menos, como alivio, lo cual en ocasiones no es poca cosa. Así pues, ¿por qué no habituar a los humanos en la justicia, la empatía, la caridad o la compasión en vez de en la crueldad? Seguramente porque resulta menos rentable política, económica y socialmente. De analizar esto también se ocupa, y mucho, la Antitauropedia.
Porque, ¿hablamos de un espectáculo?, ¿de un negocio? ¿O tal vez de la ancestral condición humana de ejercer abusos y crueldades sobre sus semejantes y también sobre los demás animales? Sabemos que, en muchos casos innecesaria e injustificadamente, se suelen cortar las uñas a los gatos para que no arañen, siendo que para ellos sus uñas resultan su mejor defensa ante cualquier eventualidad; por no hablar de mantener a un jilguero enjaulado, cautivo, saltando de un soporte a otro a perpetuidad, como buscando una salida para escapar de los barrotes; o de esos perros encerrados en patios, abocados a la soledad o, como el jilguero, sometidos a un encadenamiento perpetuo; o del pobre toro embolado, cruel espectáculo declarado “fiesta de interés turístico”, donde el animal parece no saber qué hacer yendo alocado de un punto a otro pretendiendo huír de un fuego que han prendido, literalmente, en su propia anatomía mientras, por algún lado, aparecerá el “héroe” del barrio, que pasará a la memoria local insigne como un “valiente” a la espera de ser sustituido por otro al año siguiente, en las fiestas patronales que los pueblos celebran cada verano.
Por otro lado, si nos quisiéramos remitir a la antigüedad bíblica, recordaríamos al patriarca Noé reuniendo a todas las especies animales en su célebre arca para ponerlas a salvo ante el aviso de un diluvio de proporciones extremas que hubiera acabado con todas ellas ahogadas y muertas por asfixia. ¿Para esto se salvó al Reino Animal? ¿Para, poco a poco, ir acabando cruelmente con él, esta vez sin diluvio de por medio?
En el prólogo de Antitauropedia Espido Freire escribe: “Este libro realiza el esfuerzo de compilar los nombres y las voces de quienes quisieron restaurarles la dignidad y el lugar que les correspondía no solo los animales, sino también a los humanos de buena intención. Por eso, y por otras razones que descubrirán en su lectura, lo creo tan necesario”.
Coincido plenamente: la Antitauropedia es una obra de referencia muy necesaria para el pensamiento antitaurino. Rescatar la histórica cultura antitaurina de este país, y ponerla sobre la mesa con datos y rigor, supone una labor titánica, algo de lo cual este libro consigue salir airosamente.
Pero, volviendo a la anterior cita, ahora esperemos que los humanos de buena intención recojan este testigo histórico, porque nosotros, como sociedad, nos jugamos mucho, pero sobre todo ellos, los animales en general y los toros en particular, se lo juegan todo: sus propias vidas.
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