Juan Ignacio Codina Segovia, periodista y doctor en Historia Contemporánea
En la mitología los gigantes eran seres prodigiosos, dotados de capacidades sobrehumanas. Si bien en el imaginario colectivo más tradicional quedaron retratados como seres torpes, malvados y devoradores de personas, lo cierto es que lo gigantesco, lo titánico, lo monumental y lo grande adjetiva a determinadas personas que destacan por sus elevadas virtudes, conocimientos e inteligencia. Puestos a hacer camino, ¿no sería mejor avanzar a hombros de gigantes? Esta es la historia acerca de por qué considero que el movimiento antitaurino debe progresar apoyándose en los colosos del conocimiento que nos precedieron.
Como muchas historias, la mía también comienza con un recuerdo que, en este caso, me traslada a mediados de los años ochenta, y a un cuartucho oscuro, sin luz natural, un vestidor donde apenas podías dar dos pasos y que se usaba, sobre todo, como trastero, como si fuera una trapería, con ese aire mágico de bazar exótico en el que podías encontrar cualquier cosa. Del techo colgaba un cable en cuyo extremo inferior había, enroscada en un casquillo, una bombilla. La luz que emanaba de ella era amarillenta, incómoda, proyectando sombras que hacían de aquel reducido espacio un lugar todavía más misterioso.
A pesar de todo, para mí aquel sitio suponía una especie de santuario. Era el vestidor de mi padre. Pero de vestidor, como digo, tenía bien poco. Dentro se amontonaban un sinfín de cosas, cuadros sin colgar apilados contra la pared, láminas o mapas cartográficos enrollados en el interior de gruesos tubos de plástico verde, instrumentos musicales antiguos, desvencijados, como una vieja gaita, una bandurria a la que le faltaban varias cuerdas o una flauta travesera con las llaves oxidadas. También había algo de ropa, uniformes, calcetines desparejados y algunas otras pertenencias, entre ellas libros. El vestidor de mi madre, al otro lado del dormitorio de una pequeña casa antigua en el centro de Madrid, era muy distinto. Eso sí que parecía un vestidor. Había ropa colgada en perchas, voluminosos abrigos cubiertos por grandes bolsas de plástico negro, chaquetones, camisas. Era ropa de toda la familia, pues el resto de la casa apenas tenía armarios. En el suelo había un viejo aspirador que apenas se usaba, un cesto de mimbre lleno de agujas de coser y de ovillos de hilo al que llamábamos la cesta de los hilos, una estantería con ropa de cama, manteles, mantas y toallas, un viejo tablero de ajedrez sin piezas. Aquello no tenía mucho interés para mí.
En cambio el otro vestidor, el de mi padre, me parecía algo mágico, un lugar ajeno al mundo. Era un espacio para ocultarse de todo, hasta de uno mismo. En aquella época en casa habíamos sufrido una grave tragedia familiar, de esas que, de un día para otro, te cambian la vida. Yo entonces debía tener unos dieciséis años. Cada uno lo llevó como pudo, y salimos adelante. Pero todo cambió de la noche a la mañana y, si bien antes la casa no había sido un espacio especialmente comunicativo, después de aquello lo fue mucho menos.
Yo me refugiaba en muchas cosas, en muchos lugares, tanto mentales como materiales. Uno de ellos era el vestidor de mi padre. Sobre todo por los libros. Encendía la bombilla del techo y de pie, pisoteando los viejos azulejos que crujían, ojeaba todo lo que podía pasando páginas, contemplando las cubiertas, leyendo aquí y allá. Y allí descubrí el Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora. Eran varios volúmenes. Recuerdo perfectamente sus cubiertas en tonos morados, y cómo a aquel chaval de dieciséis años aquellos gruesos libros le parecían un compendio de sabiduría y conocimiento tal que, tenerlos entre las manos, le generaba una fascinación indescriptible. Ferrater dedicó muchos años de su vida a escribir esa enciclopedia, y cuentan que siguió trabajando en ella hasta el día de su muerte.
En otra estancia de la casa había un gran mueble, de pared a pared, lleno de libros. Filosofía, historia, enciclopedias, libros antiguos, novelas. Nunca entendí por qué el Diccionario de Ferrater Mora no estaba en ese mueble, a la vista de todos, y, sin embargo, había quedado recluido al vestidor. Nunca se lo pregunté a mi padre pero recuerdo que, tras mudarnos de casa, años después yo volví a Madrid y mi padre, ya octogenario, solo me hizo una petición: tráeme el Diccionario de Ferrater Mora. Cuando entré en el vestidor para recogerlo y meterlo en mi maleta, seguía allí ajeno a todo, silencioso, como si el tiempo se hubiera detenido para él.
Tal vez ahí empezó todo para mí. En aquel pequeño refugio de conocimiento, en aquel Shangri-la de paz, silencio y recogimiento. Tal vez en aquel vestidor se empezó a fraguar, en mi adolescencia y sin yo saberlo, la recientemente publicada Antitauropedia. Diccionario histórico del pensamiento antitaurino. Porque, en gran medida, somos lo que recordamos o, mejor dicho, somos cómo recordamos lo que recordamos. Obviamente entre Ferrater Mora y yo, huelga decirlo, existe un abismo insalvable. Su egregia figura, sin embargo, sí comparte algo importante con muchas y muchos de nosotros: fue un gran defensor de los animales. De hecho, su nombre y sus argumentos aparecen en la Antitauropedia. Yo conocí esa faceta suya muchos años después, cuando hacía mi tesis doctoral. Pero, cuando supe que su pensamiento racional también se había centrado en la defensa y el análisis de los derechos de los animales, aquellos volúmenes de su diccionario volvieron a mi cabeza.
En la vida hay que fijarse metas, y para ello hay que buscar referentes. Llegarás tan lejos cuanto más lejos de ti y de tus capacidades estén tus referentes. Cuánto más gigantes sean, tanto mejor. En la Antitauropedia aparecen muchos y muchas que lo han sido para mí. Ferrater Mora es uno de ellos, sin duda. Pero hay más. Tal vez el ilustrado gaditano José Vargas Ponce, de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, sea uno de los que más me han marcado. Este militar culto, progresista, antitaurino, que fue director de la Real Academia de la Historia hasta en dos ocasiones, académico de la Lengua, diputado en las Cortes de Cádiz, escritor, historiador y mil cosas más, dedicó muchos años de su vida a preparar su trabajo antitaurino Disertación sobre las corridas de toros.
Intercambió cartas con Jovellanos, quien le aconsejó guiándole en sus investigaciones. Pidió datos oficiales sobre festejos taurinos que siempre le fueron negados, consultó legajos en bibliotecas, revisó decenas de documentos y, finalmente, en 1807, leyó de viva voz su trabajo ante los académicos de la Historia. Y ahí quedó todo. Su obra, de unas cuatrocientas páginas y de una gran erudición, se guardó en el sótano de la Real Academia de la Historia y no se volvió a saber nada más de ella hasta que, alrededor de 1960, un académico, el Almirante Julio Guillén y Tato, militar republicano culto e intelectualmente inquieto, descubrió aquellas páginas, las rescató, las editó, y consiguió que la Disertación sobre las corridas de toros de Vargas Ponce fuera publicada más de ciento cincuenta años después de aquella lectura. Yo he gozado de la inmensa suerte de poder tener ese libro entre las manos. Reconozco que al hacerlo me emocioné. La Antitauropedia también le debe mucho a ese ímprobo trabajo. El gaditano Vargas Ponce merece un lugar muy especial en la historia del pensamiento antitaurino.
Pero, puestos a recordar referentes, o gigantes, me viene a la memoria, sin tener que hacer mucho esfuerzo, el profesor Jesús Mosterín. Gracias a su A favor de los toros estoy ahora aquí sentado escribiendo estas líneas. Tuve la fortuna de poder intercambiar con él algunos correos electrónicos cuando yo estaba realizando mi tesis doctoral. Le mandé el índice y me contestó que, cuando la tesis estuviera culminada, le gustaría poder tener una copia. Recibir aquellas palabras resultó uno de los elogios más grandes que he tenido en mi vida. Lamentablemente para todos y para todas, y para los animales también, falleció a los pocos meses. Su figura es de una importancia capital, y abrió caminos por los que muchos y muchas seguimos transitando.
También recuerdo otras referentes. En este caso mujeres. Emilia Pardo Bazán, Concepción Arenal, Regina de Lamo, Cecilia Böhl de Faber o la periodista asturiana María Luisa Castellanos. El reconocimiento que se merecen es doblemente meritorio. En sociedades patriarcales y machistas (en eso no hemos cambiado mucho), en las que las mujeres eran arrinconadas, no solo usaron su voz para defender el feminismo, o para mejorar la vida de las prisioneras en las cárceles o para promulgar el progreso, sino también para gritar fuerte y alto que la tauromaquia era, y es, una costumbre que no ha de tener cabida en una sociedad moderna, humana y civilizada.
Todas y todos tienen cabida en la Antitauropedia. Y gigantes como Antonio Machado, Gabriel Alonso de Herrera, Quevedo, Jovellanos, Baroja, Unamuno… En esta enciclopedia he tratado de compendiar todo lo que sé sobre la historia del pensamiento antitaurino, así como de la innegable cultura española de la protección animal que acompaña, de la mano, a esta historia. No en vano, las primeras críticas que se hacen a la tauromaquia, desde comienzos del siglo XVI, se centran en la salvaguarda del toro y en la condena de su sufrimiento por mera diversión.
Yo sigo siendo, en cierto modo, aquel chaval de dieciséis años maravillado con la obra de Ferrater Mora. Tal vez todo empezó en aquel vestidor. A veces una pequeña chispa provoca una gran revolución. Y la revolución por la Justicia hacia los animales es una asignatura que todavía tenemos pendiente. Pero habrá de llegar, porque la justicia es progreso, y el progreso, que es imparable, solo avanza en una única dirección: adelante, siempre hacia adelante. Llevémonos junto a nosotros a los animales, y avancemos también en sus derechos. De todo eso también va la Antitauropedia. Porque, puestos a avanzar, ¡qué mejor que hacerlo a hombros de gigantes!
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