Javier F. Ferrero
Un repaso a las consecuencias geopolíticas, económicas y militares del ataque de EE. UU. contra Irán
El amanecer del 21 de junio de 2025 quedó marcado por el estruendo de bombas estadounidenses cayendo sobre instalaciones nucleares iraníes, en un ataque ordenado por Donald Trump que ha sacudido a toda la región. Teherán reaccionó con furia e indignación: su canciller Abbas Araghchi denunció que Washington ha “traicionado la diplomacia” al unirse a la campaña israelí y atacar “instalaciones nucleares pacíficas”, advirtiendo que habrá “consecuencias eternas”. Irán, que ya venía sufriendo una ofensiva aérea israelí desde hace una semana, se encuentra acorralado pero desafiante. El presidente Trump proclamó la operación como un “éxito espectacular” que “obliteró por completo” los centros nucleares de Fordow, Natanz e Isfahán, y amenazó con más fuerza: “Que Irán recuerde que quedan muchos otros objetivos”. La Casa Blanca pretende forzar la “paz” a punta de misil, pero ha encendido la mecha de un polvorín geopolítico cuyo alcance es impredecible.
Irán enfrenta una disyuntiva extrema: o volver a la mesa de negociación en posición de rendirse, o tomar el camino de la represalia militar. Hasta ahora, la respuesta iraní inmediata ha sido declarativa, acusando a EE.UU. de agresión no provocada y prometiendo resistir. Sin embargo, las opciones de Teherán para contraatacar son numerosas y preocupan a todo el mundo. Voces expertas advierten que Irán podría bloquear el estrecho de Ormuz, interrumpiendo una quinta parte del petróleo mundial que pasa por ese punto, o golpear infraestructuras energéticas de países del Golfo como Arabia Saudita y Emiratos. También existe el riesgo de ataques contra bases militares o embajadas estadounidenses mediante las milicias aliadas de Irán en la región. Trump ha amenazado con una respuesta “abrumadora” si Irán da ese paso, incluso apuntando a objetivos gubernamentales y económicos iraníes. Pero la historia enseña que es más fácil iniciar una guerra que terminarla: cualquier represalia iraní que cause numerosas bajas de EE.UU. podría desatar una escalada descontrolada en la que Washington intente un cambio de régimen total en Teherán.
La posibilidad más escalofriante es que Irán responda acelerando su programa nuclear por la vía militar. Arrinconados por las bombas, algunos en Teherán sugieren abandonar el Tratado de No Proliferación Nuclear y correr hacia la construcción –e incluso prueba– de un arma atómica. Un Irán nuclear es el peor temor de sus vecinos: Israel, que posee arsenal atómico, vería esto como casus belli definitivo, y Trump ya ha insinuado que no tolerará que la República Islámica tenga ni la “opción” de conseguir la bomba. Un movimiento así de Teherán sería extremadamente peligroso, intensificando el riesgo de un conflicto nuclear en el corazón de Oriente Medio.
Israel aplaude entusiasta el ataque estadounidense. El primer ministro Benjamín Netanyahu –quien inició la ofensiva contra Irán el 13 de junio– llevaba días presionando por la intervención de Washington. Tras los bombardeos, Trump lo felicitó públicamente diciendo que ambos países “han trabajado en equipo como nunca antes”. Netanyahu incluso se dirigió al pueblo iraní en un mensaje, jactándose de que Israel ha “allanado el camino” para que “el pueblo de Irán se levante” contra sus gobernantes teocráticos. Esta retórica de “cambio de régimen” –incluso ventilando la posibilidad de eliminar al ayatolá Jameneí– confirma los peores temores de Irán sobre las intenciones de sus enemigos. Israel, sintiéndose respaldado por la superpotencia, podría redoblar sus ataques contra objetivos iraníes y de sus aliados (en Siria, Líbano u otros frentes), confiando en la superioridad militar conjunta. Grupos armados chiíes como Hezbolá en Líbano, las milicias iraquíes proiraníes o los rebeldes hutíes en Yemen han condenado el bombardeo y podrían convertirse en brazos de la represalia iraní. Funcionarios de seguridad advierten que estas facciones podrían retomar sus ataques contra tropas y personal de EE.UU. en Irak, Siria o incluso Jordania en cualquier momento. Las bases estadounidenses en Oriente Medio están ahora en máxima alerta, desde el golfo Pérsico hasta Afganistán, preparándose para posibles oleadas de cohetes, drones o atentados contra su personal. Irán conserva un amplio repertorio de tácticas asimétricas pese a haber sufrido graves daños militares: es experto en guerra irregular y terrorismo encubierto, y no cabe duda de que buscará “hacer pagar un alto precio” a Washington y sus aliados, aunque sea a largo plazo.
En medio del caos, las monarquías árabes del Golfo caminan sobre la cuerda floja. Arabia Saudita y Emiratos Árabes, enemigos declarados de Teherán pero recientemente inclinados al diálogo, han apoyado discretamente el golpe contra Irán al considerarlo un freno a la ambición nuclear persa. No obstante, también temen las represalias: Riad recuerda bien el ataque devastador contra sus instalaciones petroleras de Abqaiq en 2019, atribuido a Irán. Esta vez, los saudíes y sus vecinos saben que pueden estar en la mira de Teherán si la guerra se extiende. Por ello, tratan de mostrarse públicamente comedidos. De hecho, tanto los países del Golfo como otros actores regionales han manifestado su preocupación por la posibilidad de una guerra regional mayor, instando a Washington a detener la escalada. Irán apuesta a que esa presión internacional –incluyendo la de aliados de EE.UU. en Oriente Medio– frenará los bombardeos antes de verse obligado a rendirse. Cada hora que pasa sin un alto el fuego aumenta el riesgo de conflagración general: un cierre prolongado del Estrecho de Ormuz o un enfrentamiento directo entre Israel e Hezbolá podría arrastrar a todo el Medio Oriente a un abismo bélico del que costaría décadas salir.
ONDAS EXPANSIVAS ECONÓMICAS Y TERREMOTO POLÍTICO
El impacto de esta agresión no se limita al terreno militar: la economía global tiembla ante la perspectiva de una nueva guerra del petróleo. Apenas conocerse la noticia de los bombardeos, los precios del crudo se dispararon en los mercados internacionales, anticipando escasez y peligro en la principal zona productora de energía del mundo. Ya en 2020, el asesinato de Qasem Soleimani por EE.UU. provocó un salto inmediato de más del 4% en el precio del barril por el miedo a un conflicto mayor. Hoy el sobresalto es aún mayor: el Brent superó momentáneamente los 90 dólares, y los analistas advierten que si la crisis empeora podría romper la barrera de los 100 $, nivel no visto desde las sanciones a Rusia en 2022. Aunque por ahora la Casa Blanca ha evitado atacar directamente instalaciones petroleras iraníes, manteniendo abierto el flujo por Ormuz, la mera amenaza de guerra en el Golfo eleva la “prima de riesgo” energética. Las aseguradoras marítimas encarecen sus pólizas para buques en la zona del estrecho, algunas navieras desvían sus rutas, y los países importadores de crudo se preparan para liberar reservas estratégicas si fuera necesario. Un quinto del petróleo mundial transita por ese estrecho crítico; su interrupción no solo encarecería combustibles, sino que afectaría a toda la cadena de suministro global, desde el transporte marítimo de mercancías hasta la producción industrial que depende de petroquímicos. Economistas alertan que un choque petrolero de esta magnitud podría reavivar la inflación mundial, justo cuando muchos países apenas empezaban a contenerla tras la pandemia y otras guerras. Un encarecimiento sostenido de la energía se traduciría en más costos para las familias trabajadoras (alzas en alimentos, electricidad, gasolina) y presionaría a los bancos centrales a nuevas subidas de tipos de interés para frenar la espiral de precios. En resumen, mientras los halcones de Washington y Riad celebran el golpe, los pueblos del mundo podrían pagar la factura en forma de inflación y penurias económicas, profundizando la desigualdad y el descontento social. Como señaló un analista tras otra confrontación reciente, “este tipo de provocaciones pueden desencadenar otra guerra en Oriente Medio”, con consecuencias funestas también para los mercados y la estabilidad global.
Las repercusiones políticas también son sísmicas, empezando por Estados Unidos, donde Trump ha detonado una tormenta doméstica. El ataque se realizó sin autorización del Congreso, algo que tanto demócratas como republicanos constitucionalistas denuncian con vehemencia. Figuras de la oposición progresista califican la acción como “flagrantemente inconstitucional”, recordándole a Trump que solo el Congreso tiene potestad para declarar guerras. El senador Bernie Sanders fustigó el bombardeo en un mitin, tachándolo de violación grotesca de la ley y advirtiendo que “el presidente no tiene derecho” a lanzar al país a otro conflicto de Oriente Medio. Varios demócratas en el Capitolio anuncian investigaciones y movimientos para frenar el aventurerismo bélico de Trump, invocando la War Powers Act e incluso insinuando consecuencias políticas mayores. El senador Tim Kaine subrayó que la opinión pública estadounidense se opone abrumadoramente a entrar en guerra con Irán y criticó la “pésima juicio” de Trump al “precipitar este tercer idiota guerra en Oriente Medio”. En la misma línea, congresistas demócratas advierten que mientras Israel reconocía que sus ataques ya habían retrasado el programa nuclear iraní por ‘un par de años’, Trump igualmente se lanzó a las bombas sin justificación inminente. La indignación se extiende también a la base populista de Trump. Muchos de sus votantes le apoyaron por sus promesas de acabar con las “guerras interminables”, y ahora se sienten traicionados al verlo iniciar otra. La congresista ultraconservadora Marjorie Taylor Greene resumió ese sentimiento al lamentar que “cada vez que Estados Unidos está a punto de ser grandioso, nos metemos en otra guerra extranjera”, insistiendo en que “esta no es nuestra pelea… La paz es la respuesta”. Otros republicanos de la línea aislacionista, como Thomas Massie o Rand Paul, condenan que Trump se haya saltado al Congreso y haya puesto en peligro a tropas y embajadas estadounidenses “innecesariamente” Sin embargo, el ala más belicista del Partido Republicano –y algunos demócratas centristas– cierra filas con Trump, elogiando la demostración de fuerza. El senador Roger Wicker, presidente del Comité de Servicios Armados, aplaudió que el comandante en jefe “eliminó la amenaza existencial del régimen iraní”, calificando la decisión de “correcta y deliberada”. Este bloque hawkish clama que ahora EE.UU. debe estar preparado para garantizar la seguridad de sus aliados y la estabilidad en Oriente Medio tras el golpe. En pocas horas, Trump ha logrado dividir a su propio partido y enfrentar a los poderes del Estado, avivando un acalorado debate nacional sobre imperialismo, legalidad y los costos humanos de la guerra. La campaña presidencial de 2026 prácticamente se tiñe ya con la sangre de Teherán, y nadie sabe cómo este cálculo político-militar repercutirá en las urnas.
En el tablero diplomático internacional, la respuesta ha sido de condena casi unánime (con contadas excepciones). Naciones Unidas se ha visto forzada a convocar reuniones de emergencia: la mayoría de países en el Consejo de Seguridad –aliados cercanos de Washington incluidos– expresan grave preocupación por la violación de la soberanía iraní y el precedente de bombardear instalaciones nucleares activas. La Unión Europea, que había apostado por rescatar el acuerdo nuclear con Irán (JCPOA) en los últimos años, denuncia que el ataque de Trump “dinamita la vía diplomática” y exige contención inmediata. Capitales europeas como París y Berlín temen no solo una guerra regional, sino también una nueva ola de refugiados y violencia extremista si colapsa el orden en Irán. Por su parte, China y Rusia alzan la voz en sintonía contra la agresión estadounidense, aunque cada uno con matices. Pekín, socio comercial de Irán, ha acusado a Trump de sabotear la estabilidad global, pero deja claro que no intervendrá militarmente en defensa de Teherán. En su lugar, China apuesta por la presión diplomática en la ONU y posiblemente sanciones internacionales si la situación se degrada. Pekín comparte con Washington el interés de evitar que Irán obtenga armas nucleares, de modo que no avalará una carrera nuclear iraní: si Teherán decide construir la bomba, es muy probable que China apoye sanciones y no sirva de escudo a Irán frente al repudio global. Además, los chinos han lanzado una velada advertencia a Teherán: no deben cerrar el estrecho de Ormuz ni atacar a las petro-monarquías del Golfo (como Arabia Saudita y Emiratos) porque eso “uniría a la comunidad internacional contra Irán” y pondría en jaque los intereses económicos chinos. En otras palabras, Beijing no tolerará que el conflicto amenace sus suministros de energía y sus inversiones; cualquier aventura iraní en esa dirección podría costarle el vital apoyo diplomático chino. Moscú, por su lado, se encuentra en una posición incómoda. Rusia había advertido vehementemente contra un ataque de EE.UU. días atrás, ofreciendo mediación diplomática que Trump despreció. Tras las bombas, el Kremlin condena la “imprudencia estadounidense” y expresa su preocupación por la estabilidad del régimen iraní, un aliado clave que le provee drones militares y equilibra la presencia rusa en Siria. Aún así, es poco probable que Vladímir Putin se arriesgue a un choque directo con EE.UU. por Irán. Analistas apuntan que Moscú difícilmente “salvará” a Teherán enviándole armas o tropas: bastante tiene con su propia guerra en Ucrania, donde la ayuda iraní (drones Shahed) ha sido importante pero los recursos rusos están al límite. Es posible que Rusia busque ganancias geopolíticas indirectas de esta crisis –por ejemplo, vendiendo más petróleo si el iraní queda fuera del mercado, o aprovechando que EE.UU. se distrae en Oriente Medio–, pero oficialmente llama a la contención y al diálogo. Otros actores globales, desde India hasta Sudáfrica, han lamentado la agresión e instado a una solución negociada, temiendo los efectos económicos y de seguridad que una conflagración Irán-EE.UU.-Israel tendría en un mundo ya convulso.
Donald Trump, en su alarde belicista, ha desatado fuerzas que escapan a todo control diplomático simple. Ha apostado a que una demostración de poder detendría a Irán y traerá “paz”, pero los primeros indicios muestran lo contrario: alianzas tensándose, mercados tambaleando y tambores de guerra sonando más fuerte que nunca. La lógica implacable del imperialismo y el capitalismo guerrerista se hace sentir: mientras los poderosos juegan a la guerra calculando ganancias geoestratégicas, son las poblaciones civiles –de Irán, de Israel, de EE.UU. y de todo el mundo– quienes quedan expuestas al sufrimiento, la incertidumbre económica y la sombra ominosa de un conflicto sin final a la vista. Las bombas de Trump sobre Irán no han traído seguridad ni justicia, solo han sembrado las semillas de una tragedia mayor.
Análisis | Hacia dónde nos lleva Trump
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