La miseria se normaliza, el desprecio se celebra. Y en medio, el canalla sonríe.
EL CANALLA ES EL NUEVO HÉROE DEL CAPITALISMO TARDÍO
Vivimos en una sociedad donde ser una buena persona no cotiza. Es sospechoso. Es “blandito”. Y el algoritmo, como el mercado, penaliza la ternura y recompensa la puñalada. ¿Para qué cuidar si puedes destacar? ¿Para qué empatizar si puedes pisar? Esa es la lógica que ha convertido el canallismo —esa mezcla de cinismo, egoísmo y crueldad sonriente— en una identidad aspiracional.
La bondad no vende. La ternura no viraliza. El sistema necesita antagonismo, ruido, conflicto. Porque si nos organizáramos desde el cuidado, si entendiésemos que nuestras vidas están entrelazadas, entonces empezaríamos a cuestionarlo todo: desde los sueldos de miseria hasta los algoritmos que deciden lo que vemos, lo que deseamos, lo que odiamos. Por eso el canalla no es una anomalía: es el ciudadano modelo del neoliberalismo. Agresivo, competitivo, narcisista. Perfectamente adaptado al desastre.
Lo grave no es que haya gente así. Lo grave es que les aplauden. Les votan. Les dan platós, micrófonos, editoriales. Les celebran como si fueran valientes, cuando en realidad no son más que cobardes con traje y community manager.
EDUCACIÓN PARA PISAR, INFLUENCERS DE LA CRUELDAD Y LIBERTAD SIN ÉTICA
Desde pequeños nos enseñan que hay que destacar. Ser los mejores. Brillar. Competir. Ganar. Y claro, en un mundo así, cuidar al de al lado no sirve para nada. Al contrario: te retrasa. Te hace débil. Así que aprendemos a mirar hacia otro lado, a justificar lo injustificable, a normalizar el dolor ajeno. Se educa para ascender, no para convivir. Y así, el canalla no solo sobrevive: prospera.
No es casual que los grandes referentes de la derecha contemporánea —Trump, Milei, Ayuso, Bolsonaro— sean modelos perfectos del canalla sin vergüenza. Han demostrado que se puede mentir, insultar, robar y seguir ganando. Porque si algo ha enseñado el poder en los últimos años es que ser mala persona sale gratis. A veces incluso da beneficios.
Y ahora, además, está de moda. No hay más que abrir TikTok. La crueldad se monetiza. La empatía, no. Hay influencers cuya marca personal consiste en burlarse de quien sufre, humillar al diferente, reírse del feminismo, del ecologismo, de los derechos humanos. Convertir en chiste lo que debería ser un escándalo. Y lo peor no es que lo hagan. Lo peor es que funcionan.
Lo llaman libertad de expresión. Pero no es libertad: es impunidad. No es personalidad: es violencia performativa. No es sinceridad: es brutalidad con aplausos. La nueva derecha emocional ha conseguido una cosa muy peligrosa: transformar la falta de ética en autenticidad. Y así, el canalla ya no se esconde. Se exhibe. Se enorgullece. Y se reproduce.
SER BUENA PERSONA ES SUBVERSIVO. Y LO SABEN
En este contexto, ser buena persona se ha vuelto revolucionario. Es ir a contracorriente. Es elegir la solidaridad en un mundo que premia la competencia. Es frenar un comentario machista en una comida familiar. Es no compartir el vídeo que humilla a alguien. Es poner el cuerpo cuando insultan a una compañera. Es decir que no a la deshumanización aunque lo digan los más seguidos, los más votados, los más influyentes.
La bondad es hoy un gesto de disidencia. Porque va contra todo lo que este sistema celebra.
Y por eso hay tanto empeño en ridiculizarla. Porque saben que si dejáramos de competir para empezar a cuidarnos, su mundo se vendría abajo. Porque no habría espacio para el fascismo si la empatía fuese hegemónica. Porque no podrían sostenerse los abusos si todas y todos nos atreviéramos a nombrarlos.
La pregunta es sencilla: ¿quieres ser el que levanta o el que pisa? El que suma o el que desprecia. El que cuida o el que escupe. Porque esa decisión no es solo personal: es política. Y urgente.
No necesitamos más canallas con megáfono. Necesitamos a quien, en medio del barro, elige no ensuciarse el alma.
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