Cuando arrasar los océanos se convierte en negocio, la vida marina se convierte en residuo
David Attenborough está a punto de cumplir 99 años y aún da lecciones de vida. Mientras las instituciones se rinden ante las grandes corporaciones y los gobiernos compiten por ver quién entrega antes los recursos naturales al mejor postor, él —con una voz serena y una mirada que atraviesa generaciones— vuelve a levantar el puño. Lo hace a través de un nuevo documental que no solo incomoda, sino que golpea directamente la mandíbula de una de las industrias más destructivas del planeta: la pesca de arrastre.
Por primera vez, cámaras submarinas han logrado captar en alta definición el funcionamiento exacto de esta técnica. Lo que se ve es una coreografía de muerte: redes que se despliegan como monstruos mecánicos, cadenas dentadas que rasgan el lecho marino como si se tratara de un campo de batalla, peces que huyen sin posibilidad, ecosistemas enteros reducidos a escombros. La pesca de arrastre no selecciona, no respeta, no perdona.
Esta práctica —legalizada, normalizada y subvencionada por múltiples Estados, incluida la Unión Europea— consiste en arrasarlo todo en el fondo del mar con tal de capturar unas pocas especies comerciales. Se estima que el 75% de lo que se recoge acaba muerto, herido o desechado por no tener valor económico. El resto, si sobrevive al proceso, termina en los supermercados de Occidente como producto “fresco”, “sostenible” o incluso “responsable”.
Pero nada en este proceso lo es. Según datos del Parlamento Europeo, más de 200 millones de euros en subvenciones públicas han sido destinados a modernizar flotas de arrastre entre 2009 y 2020, incluso cuando múltiples organismos científicos han advertido de su impacto irreversible sobre la biodiversidad marina.
UN MODELO DEPREDADOR FINANCIADO POR DINERO PÚBLICO
El sistema permite que arrasar un ecosistema entero tenga beneficios fiscales. Es decir, si tú decides quemar un bosque para plantar soja, probablemente recibirás una subvención. Si te dedicas a barrer el lecho marino en busca de gambas, también. Porque en este sistema económico el valor de la vida se mide en euros y el futuro se hipoteca por el beneficio inmediato.
El documental de Attenborough desmonta esa lógica. Lo hace sin aspavientos, sin música dramática, sin necesidad de exagerar. Porque las imágenes hablan solas: una alfombra de coral convertida en polvo, peces que agonizan envueltos en barro, ecosistemas que tardarán siglos en regenerarse —si lo hacen— solo por un puñado de capturas que no alcanzan ni el 30% del volumen total recogido.
Un estudio publicado por la revista Nature estimó que la pesca de arrastre es responsable de la emisión de más de 1.000 millones de toneladas de CO₂ anuales debido a la perturbación de sedimentos marinos que almacenan carbono (fuente). Eso equivale al impacto climático de toda la aviación comercial mundial.
¿Y qué hacen los gobiernos? En España, según Greenpeace, más de 50 barcos de arrastre continúan operando en zonas especialmente protegidas, vulnerando incluso las normativas de conservación marina (fuente). Ni sanciones, ni vigilancia suficiente, ni voluntad política real de cambiar un modelo suicida.
La pesca de arrastre es el síntoma, pero el diagnóstico es más profundo. Es la codicia institucionalizada, el extractivismo vestido de tradición, el desprecio por la vida camuflado de progreso. Es lo que ocurre cuando el mar se convierte en una mina y sus criaturas en daños colaterales.
El problema no es técnico, es político. No falta conocimiento: falta valentía. La valentía de prohibir prácticas letales, de apostar por la pesca artesanal, de proteger a quienes viven del mar sin destruirlo. La valentía de legislar contra las multinacionales que saquean los océanos con impunidad. La valentía de decir basta.
Attenborough nos muestra el horror, pero la respuesta está en nosotras, en nosotros. Porque este sistema —que excava los mares como se excava un vertedero— solo se mantiene si lo permitimos. Y ya va siendo hora de desmontarlo.
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