Trump bombardea Irán, presume victoria y solo consigue unas ruinas mediáticas mientras el uranio sigue intacto.
CÓMO MONTAR UNA GUERRA PARA TAPAR TU PROPIA DEBILIDAD
La madrugada del 22 de junio de 2025, Estados Unidos lanzó una ofensiva aérea contra tres instalaciones nucleares iraníes: Fordow, Natanz e Isfahan. Donald Trump anunció el ataque como quien lanza una campaña publicitaria. “Hemos destruido por completo su programa nuclear”, escribió en mayúsculas en su red Truth Social. Poco importó que el propio Pentágono, días después, reconociera que las centrifugadoras de enriquecimiento de uranio seguían prácticamente intactas, y que el supuesto arsenal fue retirado antes del bombardeo.
El mismo secretario de Defensa, Pete Hegseth, vociferó que “la disuasión estadounidense está de vuelta”. Y sin embargo, siete fuentes del Departamento de Defensa filtraron a CNN lo contrario: que el ataque solo afectó a estructuras superficiales, dejando el corazón del programa nuclear iraní operativo. Traducido: una operación de imagen con bombas de 14.000 kilos que no han logrado perforar ni una promesa electoral.
No era un secreto que Irán había reforzado sus instalaciones subterráneas desde hace más de una década, precisamente para resistir este tipo de ofensivas. De hecho, Isfahan ni siquiera fue atacada con bombas perforadoras, sino con misiles Tomahawk lanzados desde submarinos, porque ya se sabía que las estructuras más profundas son inalcanzables. Lo que sí alcanzaron fue el relato.
La brutalidad como recurso comunicativo no es nueva, pero lo que revela este ataque es la fragilidad de un imperio que necesita fingir potencia mientras sus armas no logran ni su objetivo técnico. La guerra, en este caso, no ha sido contra Irán: ha sido contra la percepción de debilidad del propio presidente. Porque cuando la economía se tambalea, la inflación crece y los aliados dudan, nada como un bombardeo para simular que el mando sigue firme.
UN IMPERIO QUE BOMBARDEA LO QUE NO PUEDE CONTROLAR
Las imágenes de satélite muestran instalaciones calcinadas, sí, pero también una estructura intacta bajo toneladas de tierra. La guerra no ha paralizado el programa nuclear iraní: lo ha reforzado políticamente. Si algo ha demostrado este ataque es que Irán ha aprendido a resistir el guion clásico del intervencionismo estadounidense: provocar, destruir, sustituir. Pero ni la teocracia iraní es ya tan ingenua, ni el Pentágono tan infalible.
Mientras tanto, Trump se pasea por los pasillos de la cumbre de la OTAN como si llevara un trofeo invisible. A sus espaldas, la comunidad de inteligencia resopla. La DIA (Agencia de Inteligencia de Defensa) concluye que el daño real podría retrasar el programa iraní solo “unos meses, como mucho”, y que ni el uranio enriquecido ni las centrifugadoras fueron destruidos. Pero lo que más escuece es la afirmación de que las instalaciones principales estaban ya vacías cuando llegaron las bombas.
¿Para qué, entonces, tanto despliegue, tanto riesgo, tanto ruido? Para alimentar el mito de que se puede restaurar la hegemonía a base de explosivos. Para encubrir, una vez más, la impotencia estructural de un imperio que ya no puede dictar el orden global sin que se le rían en la cara desde Moscú hasta Teherán. Y mientras se juega al ajedrez de la destrucción desde los despachos, las poblaciones civiles asumen el coste, las infraestructuras energéticas tiemblan, y el petróleo sube.
El detalle más revelador es que, mientras Trump aseguraba que “el lugar está demolido”, su equipo cancelaba las sesiones informativas clasificadas en el Congreso. La excusa oficial: motivos logísticos. La real, como dijo el congresista Pat Ryan, es que “no pueden sostener sus propias mentiras”. No hay victoria que aguante una auditoría, y por eso han decidido silenciar al legislativo mientras el presidente sigue vendiendo humo con retórica de campaña.
La gran pregunta, por tanto, no es si el ataque fue eficaz, sino a quién beneficia una guerra que no destruye nada, pero genera titulares. La respuesta es doble: al complejo militar-industrial que factura por cada bomba lanzada, y al presidente de turno que se presenta como salvador ante un electorado al borde del colapso económico y cultural. Porque cuando ya no quedan soluciones, siempre queda el espectáculo.
Un espectáculo con cadáveres, uranio blindado y propaganda nuclear.
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