El Fasher es hoy el símbolo del colapso moral del mundo: ejecuciones, violaciones y limpieza étnica ante la indiferencia internacional
EL ORO QUE COMPRA LA GUERRA
Darfur vuelve a arder, y el silencio global pesa tanto como los cuerpos amontonados en los hospitales saqueados. Las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) —una milicia supremacista árabe nacida de las cenizas del genocidio de 2003— han tomado El Fasher tras semanas de asedio. Lo que dejaron tras su paso, según la ONU, son ejecuciones sumarias, violaciones masivas y una matanza de 460 civiles dentro de un hospital. No hay metáforas que suavicen eso: es la repetición exacta del horror que el mundo ya dijo que no volvería a tolerar.
El general Mohamed Hamdan Dagalo, alias Hemedti, dirige esta maquinaria de muerte. Extraficante de camellos, genocida ascendido a magnate, es hoy uno de los hombres más ricos de Sudán gracias al control de las minas de oro. Ese oro, arrancado con sangre de la tierra de Darfur, fluye hacia Dubái, hacia los Emiratos Árabes Unidos que, según informes de la plataforma Eekad, financian y arman a las RSF a través del aeropuerto chadiano de Amdjarass. Abu Dabi lo niega, como si las armas cruzaran solas el desierto.
Mientras tanto, el portavoz de la ONU en Sudán, Li Fung, ha descrito la situación en El Fasher como “terrible”. No hay corredores seguros, ni refugios, ni promesas cumplidas: sólo miedo y cuerpos. Las y los zaghawa —pueblo negroafricano no árabe— son el objetivo preferente. En ellos se concentra una venganza étnica que el mundo occidental sigue mirando con distancia académica.
Las RSF nacieron de los Janjawid, las milicias creadas por el dictador Omar al Bashir para aplastar una rebelión en 2003. Su método fue simple: terror sistemático, violación como arma y desplazamiento forzoso de pueblos enteros. Veinte años después, el patrón se repite con nuevos uniformes y viejos aliados.
EL CÍRCULO DE FUEGO GLOBAL
El conflicto no es una guerra civil más, sino un tablero geopolítico alimentado por oro, petróleo y geoestrategia. Moscú, Abu Dabi, Egipto y Arabia Saudí están presentes, cada cual con sus muertos indirectos.
Durante la dictadura de Al Bashir, Rusia se convirtió en el principal proveedor de armas a Jartum, utilizando al Grupo Wagner como intermediario para acceder al oro sudanés. Cuando en abril de 2023 estalló la guerra entre las RSF y el ejército de Abdelfatah Al Burhan, los mercenarios rusos se alinearon primero con Hemedti, atraídos por sus minas. Tras la muerte de Yevgueni Prigozhin, el Kremlin cambió de bando: ahora apoya a Al Burhan a cambio de una base naval en Port Sudán, en el mar Rojo. El mismo mar donde las potencias europeas patrullan supuestamente por la paz.
El ejército, apoyado por Egipto y Arabia Saudí, mantiene el control de la costa oriental, mientras las RSF dominan casi todo el oeste. El país está partido en dos, aunque Dagalo niegue su intención de dividirlo. Lo cierto es que Sudán ya no es un Estado sino una mina con bandera.
La ONU calcula más de 12 millones de desplazados, 30 millones de personas necesitadas de ayuda urgente y hasta 150.000 muertes desde el inicio del conflicto. Cifras que no caben en una pantalla ni en una nota diplomática. Cifras que deberían sonrojar a quienes aún hablan de “equilibrio” o “reconciliación”.
El hambre, la violencia sexual y el colapso sanitario son armas deliberadas. No son daños colaterales: son la estrategia. El asedio a El Fasher lo demostró, con hospitales atacados y clínicas improvisadas dentro de mezquitas mientras las milicias filmaban sus crímenes para las redes.
El oro financia la barbarie, la diplomacia la blanquea y las potencias se reparten los restos de un país donde la guerra ya no tiene enemigos, sólo inversores.
Darfur es el espejo más incómodo del capitalismo global: un genocidio rentable.
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