Alejandro López, de Descifrando la Guerra, nos despliega un mapa que no necesita de leyendas para entenderse. El mapa no solo muestra fronteras y líneas de armisticio, sino que evidencia la cruda realidad de un apartheid en pleno siglo XXI. Las áreas palidecen ante un entramado de control que bien podría inspirar una distopía… si no fuera porque es la vida cotidiana en Palestina.
Observamos los “parches” de Área A (control palestino), rodeados por un Área C (control israelí) que, como un foso medieval, aísla y controla. Los bantustanes del siglo XXI no están en Sudáfrica, sino en el corazón del Medio Oriente, y no son más que reservas étnicas adornadas con la burocracia de checkpoints que recuerdan a los palestinos, día tras día, quién tiene el poder.
Israel parece ver los Acuerdos de Oslo como una obra de ficción más que como la ley que debería ser. Jenin, en el Área A, ha sentido el peso de este desdén, siendo bombardeada como si la soberanía palestina fuera una línea en la arena que se puede borrar al antojo de la marea israelí.
El apartheid aquí se viste de urbanismo y política migratoria. La “limpieza étnica” no es un término del pasado, sino una política de presente que silenciosamente, pero con eficacia, expulsa a los palestinos de sus tierras. La escalada de ataques y violencia no es un fenómeno meteorológico, sino una estrategia bien orquestada. Y mientras Gaza captura la atención del mundo, Cisjordania sufre una ocupación que avanza tan sigilosamente como los asentamientos israelíes.
En Jerusalén Este, los desahucios no son un asunto civil, sino un acto de agresión política. Sheikh Jarrah y otros barrios se han convertido en símbolos de resistencia contra una maquinaria de desplazamiento que no se detiene ante nada.
Así que cuando Alejandro López y el equipo de “Descifrando la Guerra” nos invitan a mirar más allá de los titulares, a educarnos sobre el terreno fracturado de Cisjordania, hacen más que informar: nos convocan a despertar. A reconocer que detrás de cada línea del mapa hay historias de resistencia, de vida y, desgraciadamente, también de una opresión que no cesa.
El llamado es claro: dejar de lado la pasividad de los espectadores y convertirnos en actores conscientes que demandan justicia, que hablan de apartheid no como una reliquia histórica, sino como una realidad que se vive y se resiste cada día en Palestina.
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