Javier F. Ferrero
El Congreso español lleva más de treinta años jugando a regular los lobbies sin hacerlo. La transparencia, nos dicen, es un proceso lento, técnico, delicado. Lo cierto es que la opacidad es rentable. Si solo un 10% de las y los diputados hace público con quién se reúne, no es por desidia burocrática. Es porque el resto no quiere que sepamos qué empresas escriben nuestras leyes, qué manos en la sombra redactan los presupuestos o qué despachos dictan la letra pequeña de cada reforma fiscal.
Montoro es la caricatura perfecta de un sistema podrido. Un exministro imputado por beneficiar ilegalmente a empresas gasísticas tras años cobrando de esas mismas corporaciones como consultor. Un juez ha desvelado que incluso llegaron a redactar los textos legales pagando por ello, que la Ley de Presupuestos de 2018 llevaba la firma de las gasistas más que la de las Cortes Generales. Este no es un caso aislado, es la rutina con la que el poder económico dicta la agenda política mientras la ciudadanía se cree que vota programas y no favores.
LOBBIES: EL PARLAMENTO EN ALQUILER
No son solo las gasistas. Hay bodegas que escriben las normas sobre denominaciones de origen, constructoras que afinan las leyes urbanísticas, farmacéuticas que blindan patentes a golpe de maletín y bufetes especializados en lubricar cada engranaje del Congreso para que nada chirríe a los intereses privados. España es un país donde la democracia se alquila por horas, y los lobbies son las inmobiliarias del poder.
Las cifras son obscenas: millones de euros al año en consultoras, intermediarios, cenas privadas, informes “técnicos” que acaban convertidos en leyes. Mientras, la información pública sobre esas reuniones es casi inexistente. Quien quiera saber con quién se ha reunido su representante debe perder horas buceando en páginas web opacas, cuando no darse de bruces con el silencio administrativo. La publicidad de esas agendas, cuando existe, parece diseñada para que no sirva de nada.
El nuevo “Plan Parlamento Abierto” promete lo de siempre: una guía, un registro, un futuro sistema que, con suerte, en unos años nos deje leer lo que ya debería ser público. No hay sanciones, no hay obligación real, solo el espejismo de la autorregulación mientras los lobbies siguen escribiendo nuestra política energética, fiscal, laboral y medioambiental.
ACABAR CON EL PODER QUE NO PASA POR LAS URNAS
Lo que está en juego no es una cuestión estética de transparencia. Es poder. Es democracia. Si la legislación española puede ser redactada por empresas pagando tarifas que nunca conoceremos, entonces no tenemos parlamento, tenemos una sucursal de las grandes corporaciones.
Acabar con los lobbies no es prohibir que asociaciones o colectivos presenten sus propuestas. Es cortar el cordón umbilical entre el poder económico y las leyes, es desterrar las puertas giratorias que convierten a ministros en consejeros, a consejeros en diputados y a diputados en comisionistas de lujo. Es imponer sanciones ejemplares a quien oculte reuniones, hacer públicos los documentos entregados por los grupos de presión y prohibir cualquier texto normativo redactado fuera del control parlamentario.
Si no se hace, no habrá reforma ni guía ni registro que valga. Los lobbies acabarán con nosotros antes de que los detengamos. Las leyes seguirán siendo mercancía, y nuestra democracia, un escaparate vacío.
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