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La sanidad privada impone sus condiciones mientras la pública sufre el desgaste de sostener lo común.
El Gobierno se encuentra frente a una encrucijada: resolver el enigma de Muface, el sistema que permite a 770.000 funcionarios y a 424.000 de sus familiares optar por seguros de salud privados financiados con dinero público. Las aseguradoras, que han rechazado “la mayor subida de la historia” para renovar el concierto de 2025-2026, están ahora obligadas a justificar los costos que tanto aseguran no poder asumir.
El presupuesto rechazado, que ascendía a 1.337 millones de euros para el primer año y 1.345 millones para el segundo, incluía un incremento de 300 millones de euros respecto al contrato anterior. Sin embargo, las empresas privadas, encabezadas por gigantes como Adeslas, Asisa y DKV, consideran insuficiente incluso un aumento del 25%. Alegan la carga de atender a una población mutualista con una edad media de 57,8 años, los efectos de la inflación y unas prestaciones “por encima de la sanidad pública”.
Resulta irónico que las mismas empresas que promueven un modelo de salud como rentable y eficiente argumenten pérdidas al recibir fondos públicos. La paradoja de un sistema diseñado para privilegiar a un colectivo específico se sostiene sobre la precarización del resto de la ciudadanía.
La sanidad pública, que atiende a más de 48 millones de personas, debe hacer malabares para sobrevivir con presupuestos insuficientes mientras el Gobierno destina recursos significativos a sostener un modelo que perpetúa la desigualdad en el acceso a la salud. Este sistema bifurcado no solo es insostenible; también es un ejemplo de cómo el neoliberalismo impregna las estructuras públicas para beneficio privado.
TRANSPARENCIA, UN ARMA DE DOBLE FILO
La decisión del Ministerio de Función Pública de exigir transparencia en los costos representa un cambio significativo en la gestión de Muface. Hasta ahora, el Gobierno estimaba los costos que las aseguradoras deberían asumir. Ahora serán estas las que presenten pruebas sobre la construcción de sus primas, incluyendo datos por tramos de edad. El plazo de 10 días para justificar estas cifras refleja la urgencia de un problema que lleva años incubándose.
Sin embargo, esta iniciativa plantea preguntas incómodas. ¿Qué ocurre si las cifras justificadas por las aseguradoras resultan aún más elevadas? ¿Estará dispuesto el Estado a ceder más recursos públicos para alimentar un sistema que beneficia a una minoría? Es evidente que cualquier incremento en el presupuesto de Muface implica recortes en otras áreas sociales. Las consecuencias son claras: menos inversión en la sanidad pública, la educación o la vivienda, pilares fundamentales de un estado de bienestar que se tambalea.
Mientras tanto, el Ministerio de Sanidad, que no tiene competencias sobre Muface, ha emitido un informe que plantea la posibilidad de incorporar a la población mutualista al sistema público. Este movimiento no solo sería viable, sino también razonable. No obstante, desde Función Pública aseguran que esta opción no está en sus planes inmediatos. El debate sobre la transparencia parece un parche temporal en un modelo que acumula décadas de contradicciones.
La propuesta de que los mutualistas elijan “de una vez y para siempre” entre sanidad pública o privada es otro intento por maquillar el problema. Este cambio permitiría a las aseguradoras planificar ingresos, pero no soluciona la raíz del problema: un sistema que segrega y privilegia a un colectivo en detrimento de la mayoría.
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