Cuando una acusación silenciada durante treinta años estalla, la industria ya no puede mirar hacia otro lado.
UNA TELEVISIÓN QUE CALLÓ MIENTRAS TODO ESTABA A LA VISTA
Mediaset ha decidido prescindir de Alessandro Lecquio. Tres décadas sentado en platós, tres décadas de complicidades y silencios. La cadena actúa ahora, solo después de que Antonia dell’Atte volviera a contar con detalle en octubre de 2025 la violencia machista que sufrió en su matrimonio con él a finales de los años 80. Pero lo que sorprende no es la decisión. Lo que sorprende es la espera.
El despido se produce tras una revisión interna acelerada de la documentación judicial. Entre ella, el auto del Juzgado 35 de Madrid de julio de 2004, en el que la magistrada estableció que la exceptio veritatis de Dell’Atte era suficiente para archivar la denuncia por calumnias que Lecquio presentó contra ella en 2004. Es decir: que ella no mintió. Que lo que dijo entonces estaba respaldado.
Ese documento existía hace más de veinte años. La industria televisiva, sus directores, sus presentadoras y sus tertulianos lo sabían. Dell’Atte lo había repetido en entrevistas y apariciones públicas. Periodistas, productores y las y los trabajadores del sector habían oído sus declaraciones una y otra vez. Y aun así, Lecquio siguió siendo una presencia fija en los programas de mayor audiencia.
Mediaset asegura que esta vez actuó en menos de 24 horas. Pero el reloj empezó a correr mucho antes, cuando Telecinco invitaba al colaborador, semana tras semana, a opinar de absolutamente todo menos de lo que importaba: la violencia contra las mujeres.
EL SILENCIO COMO COARTADA: UNA CULTURA AUDIOVISUAL QUE MIRA HACIA OTRO LADO
La foto del plató tras la entrevista de Dell’Atte publicada en EL PAÍS es también un retrato de la televisión española: Lecquio defendiendo que “todo está en manos de su abogado” y un silencio espeso de quienes le acompañaban en directo. Una presentadora pidiendo comentarios a otras colaboradoras y colaboradores (las y los de siempre, los que pueblan esta franja entre el espectáculo y el cotilleo), y nadie diciendo nada. Ni una sola palabra de condena. Ni una reflexión mínima sobre violencia machista. Ni una pregunta incómoda.
Ese silencio es estructural. Proteger al tertuliano antes que a la víctima ha sido la norma en la televisión comercial, del mismo modo que lo ha sido trivializar la violencia que atraviesa la vida de tantas mujeres, hombres y personas no binarias. Y ese eco de impunidad, repetido durante años en directo, construyó un clima cultural donde quien denunciaba era siempre la exagerada, la problemática, la resentida.
Antonia dell’Atte denunció el maltrato sufrido en los años 80. Llevaron su caso a juicio. Lo ganó. Y aun así, fue ella quien desapareció de los platós, no él.
El sistema nunca fue neutral.
Ahora, después de la reunión entre la productora Unicorn Content (propiedad de Ana Rosa Quintana) y Mediaset, ambas empresas anuncian un acuerdo “100% consensuado”. El castigo no es para él, que ha vivido mediáticamente blindado durante tres décadas. El castigo fue para ella, que soportó la violencia y después el descrédito.
Es legítimo preguntarse por qué la televisión española necesita siempre que una víctima vuelva a exponer su dolor, en prime time o en periódicos, para hacer lo que debió hacer desde el principio.
La respuesta no es jurídica. Es moral y política. Porque el feminismo lleva años señalándolo, porque la audiencia ya no tolera lo que antes pasaba inadvertido, y porque la industria teme más al descrédito público que a la complicidad histórica.
Las televisiones no están cambiando por convicción, sino por miedo. Y aun así, el cambio llega tarde.
Porque lo grave no es solo que Lecquio salga hoy por la puerta.
Lo insoportable es que entró cada mañana durante treinta años como si nada importara.
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