El humor, en este país, empieza a convertirse en un acto de valentía.
Una vez más, la justicia española se ve manipulada para convertir el humor en un delito. ¿Cómo hemos llegado a un punto en el que una broma sobre el Valle de los Caídos puede llevar a una persona ante un tribunal? El caso de Héctor de Miguel, más conocido como Quequé, revela un peligroso patrón: la ultraderecha se arroga el poder de dictar los límites del humor, utilizando a las y los jueces como herramientas de represión. El cómico se enfrenta a una querella de la fundación Abogados Cristianos, un grupo ultra que persigue judicialmente cualquier discurso que cuestione su visión dogmática del mundo. Pero esto va más allá de la denuncia de un chiste. Es la expresión de una guerra cultural que busca silenciar a cualquier voz que no se alinee con los principios de una derecha reaccionaria y cada vez más violenta.
El uso del Código Penal para sofocar la sátira es una amenaza directa a la libertad de expresión. Si bromear sobre el Valle de los Caídos —ese monumento vergonzoso de exaltación fascista— es ahora un delito de “provocación al odio”, entonces, ¿en qué momento quedamos expuestas y expuestos todas y todos a ser perseguidos por opinar? Este proceso judicial es una muestra del poder desmesurado que ciertos sectores de la sociedad conservadora han acumulado para imponer su moral y sus ideas a golpe de querella. Abogados Cristianos no busca justicia; buscan instaurar una censura camuflada de legalidad.
EL HUMOR COMO RESISTENCIA ANTE EL AUTORITARISMO
El humor ha sido históricamente una de las formas más eficaces de resistencia. Ante lo absurdo, lo injusto y lo violento, la risa tiene la capacidad de desarmar a los poderosos. Y esto, precisamente, es lo que la ultraderecha no puede tolerar. Quequé se atrevió a hacer chistes sobre el Valle de los Caídos, ese mausoleo infame que debería haberse convertido en polvo hace años. No se trata de un simple lugar de culto; es un monumento a la dictadura, a la tortura, a la represión. Dinamitar simbólicamente ese símbolo del fascismo es una metáfora de lo que muchos sentimos: una sociedad que aún no ha logrado deshacerse de las cadenas del franquismo.
Sin embargo, el chiste también apuntaba a un enemigo concreto: los curas pederastas y los grupos ultras como Abogados Cristianos, que durante años han protegido y encubierto a abusadores dentro de la Iglesia. ¿Cómo es posible que estos grupos se atrevan a denunciar por “incitación al odio”, cuando han sido cómplices silenciosos de crímenes contra menores? La ironía aquí es insoportable. Es como si los guardianes de la moral cristiana estuvieran más ofendidos por un chiste que por los abusos reales cometidos por sus propios representantes. Y cuando la hipocresía llega a este nivel, el humor se convierte en un arma peligrosa para ellos.
LOS MEDIOS Y EL SISTEMA JUDICIAL, COMPLICES DEL SILENCIO
No es casualidad que este ataque provenga de una fundación como Abogados Cristianos. Son los mismos que acosaban a mujeres que ejercían su derecho a abortar, los que se manifiestan contra los derechos LGTBI, los que sueñan con una España donde sólo sus creencias tengan espacio. Pero lo más preocupante es que cuentan con el respaldo de un sistema judicial que parece estar dispuesto a considerar cualquier ataque al catolicismo como un delito. Las enfermeras y enfermeros, las maestras y maestros, los y las artistas, las personas migrantes y la comunidad LGTBIQ+ saben bien cómo es enfrentarse a un sistema que prioriza los intereses de las élites religiosas y políticas sobre los derechos de la ciudadanía.
La magistrada que ha citado a Quequé podría haber archivado el caso, pero prefirió dar alas a los ultras. El poder judicial está siendo instrumentalizado para sofocar la crítica social, para imponer un miedo a hablar, a crear, a reírse de lo intocable. La sátira es una tradición democrática y profundamente necesaria. Nos permite señalar las incoherencias del poder, denunciar la injusticia y, sobre todo, nos recuerda que no debemos temer a quienes intentan acallarnos. Pero cuando los y las juezas comienzan a actuar como censores, el problema deja de ser el humorista y pasa a ser un sistema que ya no protege la libertad de expresión.
Las y los jueces no deberían estar al servicio de los caprichos de organizaciones reaccionarias. Sin embargo, aquí estamos, viendo cómo un cómico puede acabar siendo tratado como un criminal simplemente por hacer reír a su audiencia. El humor, en este país, empieza a convertirse en un acto de valentía.
La reacción de Quequé
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