Charles Cameron Macauley / Wikimedia Commons, CC BY-SA
Si a Flannery O’Connor le hubieran dicho que su vida sería llevada a las pantallas y que Maya Hawke, bajo la dirección de su padre Ethan Hawke, iba a interpretarla, nuestra O’Connor no hubiera parado de reír.
Aunque es cierto que en este mundo todo es posible, que los personajes de sus obras eran auténticos freaks y que, en el fondo, si todos nosotros podemos identificarnos con sus creaciones, por qué no iba a poder la estrella de Stranger Things convertirse en la escritora sureña.
Una prometedora carrera literaria
O’Connor nació el 25 de marzo de 1925 en Savannah (Georgia), y fue la única hija de Edward y Regina. Era imaginativa, creativa, pero, sobre todo, tenía un sentido mordaz del humor. Podemos disfrutar de esta ironía en sus dos novelas (Sangre sabia y Los profetas/Los violentos lo arrebatan) y treinta y dos relatos. Existen distintas recopilaciones de estos últimos, entre otras, El negro artificial y otros escritos, Un encuentro tardío con el enemigo y Cuentos completos.
La escritora comenzó su andadura literaria en la Universidad de Iowa, donde cursó un máster bajo la dirección del poeta Paul Engle. Tras su graduación en 1948, consiguió una beca para artistas en Nueva York. Allí conoció a un grupo de personas que se convertirán en amigos para toda su vida: el poeta Robert Lowell, su futuro editor Robert Giroux y el matrimonio del traductor clásico Robert Fitzgerald y su esposa Sally. Estos dos últimos tendrían un papel fundamental en su trayectoria.
La sureña se trasladó a Connecticut a vivir con los Fitzgerald. En la casa escribía, ayudaba al matrimonio con sus hijos y todo parecía presagiar que desde allí desarrollaría su vocación como escritora.
Sin embargo, O’Connor comenzó a sentir los síntomas de la enfermedad crónica que había causado la muerte de su padre cuando ella tenía 15 años: el lupus eritomatoso. Confirmado el diagnóstico, O’Connor volvió a casa de su madre. Regina y ella decidieron trasladarse a la finca de la familia, “Andalusia”, en la zona rural de Georgia. Allí vivirían desde 1951 hasta 1964, año de su fallecimiento.
Stephen Matthew Milligan / Wikimedia Commons, CC BY-SA
¿Cómo trascurrieron esos años? De la mejor forma posible: viviendo de forma intensa su vocación. Como el lupus iba a estar ahí siempre, decidió que sería mejor integrarlo en su vida como si de un complemento más se tratara en vez de dejarse dirigir por él.
Estableció una rutina diaria para poder dedicar sus fuerzas a escribir: por las mañanas, trabajaba tres o cuatro horas en sus relatos; por las tardes, contestaba cartas, leía libros que luego reseñaba y recibía visitas. Su casa era un apetecible lugar de reuniones para intelectuales y amigos. Quién nos iba a decir que en un típico estado sureño existiría una tertulia como la de cualquier café europeo.
De la enfermedad a la imperfección
Su producción literaria está salpicada de personajes que física, psicológica y espiritualmente parecen frágiles, vulnerables, débiles, limitados de una u otra forma. Sin embargo, estos seres grotescos en el fondo nos están mostrando la naturaleza humana de cada uno de nosotros.
Para comprender qué quería comunicar O’Connor, volvamos a leer sus cuentos después de haber reflexionado sobre lo que traslada en sus ensayos y conferencias, recogidas en el libro Misterio y maneras, y en sus cartas, recopiladas en El hábito de ser.
La obra occonoriana destila un profundo conocimiento del ser humano, nutriéndose de su propia experiencia vital y de la visión cristiana que tiene de cuanto la rodea.
Desde la perspectiva que le dio la enfermedad, descubrió que el ser humano es una creación imperfecta en un mundo que también lo es. Por eso sus narraciones están protagonizadas por tullidos, soberbios, psicópatas, etc. En medio del caos, el dolor, el sufrimiento o, tal vez, precisamente por el misterio de ese mal que percibimos en nosotros y en lo que nos rodea, la escritora nos lleva a decir que este mundo pide a gritos otro.
Cuando sus personajes están en un momento de auténtica crisis, de falta de sentido, en el relato irrumpe un acontecimiento que tiene el poder de cambiarlo todo, no porque desaparezca el dolor sino porque permite ver un destello de luz que ilumina la oscuridad profunda.
Por ejemplo, en el relato Un hombre bueno es difícil de encontrar, antes de matar a la abuela, el inadaptado, un asesino en serie, la hace recapacitar sobre el sinsentido del mundo salvo que Jesús existiera y hubiera resucitado. Al oírlo, la abuela pierde el miedo a la muerte y reconoce que ella también es culpable, como todo ser, como toda la humanidad.
En el cuento El negro artificial vemos que la contemplación de una estatua de un negro hace recapacitar al señor Head y a su nieto Nelson sobre la necesidad de perdonarse mutuamente, ceder al orgullo e implorar el abrazo consolador tras una relación llena de reproches y vanidades.
Así, O’Connor pone nombre a esa luz. En medio del mal, un Dios hecho hombre carga sobre sus espaldas tanto con nuestros sufrimientos individuales como con los sufrimientos de toda la humanidad y transforma ese dolor en vehículo para que la gracia pueda ser acogida por la naturaleza caída del ser humano, si, y solo si, en el uso de su libertad quiere aceptarla.
Este pensamiento católico vertebra toda la obra de la autora. Pero para contar lo que lleva en el fondo de su corazón, no lo hace desde una sensiblería o un tono devocional pío, como ella cree que parte de su entorno espera por sus creencias. Con gran mordacidad, O’Connor nos introduce en la sordidez del alma humana. Y con su peculiar y audaz sentido del humor, se burla de lo absurdo de los intentos de sus personajes al intentar salir de un círculo vicioso por sus propios medios. Porque, ella defiende, lo que necesitan es salir de su rutina y abrirse a la fe.
Susana Miró López does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organisation that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.
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