Más viviendas, pero más caras: el espejismo de la burbuja inmobiliaria
Cuando el Gobierno de José María Aznar aprobó en 1998 la liberalización del suelo, prometió que la construcción masiva de viviendas abarataría los precios y facilitaría el acceso a un derecho esencial. Lo que siguió fue un experimento fallido que terminó arrojando al vacío a miles de familias. Mientras las grúas no paraban de elevar edificios y los terrenos recalificados crecían como setas tras la lluvia, los precios continuaron subiendo sin freno. Se construyó el doble de lo que demandaba el mercado y, aun así, los precios se dispararon como nunca antes.
Gerardo Roger, arquitecto y docente de Urbanismo, recuerda con ironía la contradicción de la época: «Las viviendas deberían haberse regalado, pero subieron más que nunca». El suelo no es un recurso ilimitado ni homogéneo; el valor de una ubicación céntrica no se desploma porque se construyan viviendas en otras zonas. Esta simple pero poderosa realidad desbarata el argumento de que más oferta siempre significa precios más bajos.
El resultado fue devastador: los bancos abrieron la puerta al crédito fácil y la ciudadanía se endeudó hasta niveles insostenibles. Cuando la burbuja estalló en 2007, la crisis financiera global fue acompañada por un drama humano sin precedentes. Miles de personas perdieron sus hogares, su estabilidad y su futuro.
BURBUJA Y ESPECULACIÓN: EL FRACASO DE UN MODELO BASADO EN EL MERCADO LIBRE
La política de liberalización eliminó las restricciones urbanísticas y convirtió el suelo en mercancía para la especulación. El resultado fue predecible: los grandes fondos y promotores inmobiliarios actuaron como depredadores. Cuanto más crecían los beneficios privados, más se encogían las posibilidades de acceso a una vivienda digna. En lugar de garantizar derechos, la estrategia alimentó una dinámica perversa: cuanto mayor era la fiebre por construir, más inaccesibles se volvían las casas para quienes las necesitaban.
Los datos ilustran el despropósito: en los años previos al colapso, se llegaron a construir hasta 700.000 viviendas anuales, mientras la demanda real apenas alcanzaba la mitad de esa cifra. Hoy, las cifras son otras, pero el reto persiste: en 2024 se inició la construcción de 125.000 viviendas al año, un 15% más respecto al año anterior. Sin embargo, la pregunta sigue siendo la misma: ¿construir más o construir mejor?
El economista Julio Rodríguez, exdirector del Banco Hipotecario de España, pone el foco en el tipo de viviendas que se levantan. «No basta con aumentar la oferta. Hace falta vivienda protegida y destinada al alquiler», subraya. La receta es clara: sin intervención pública fuerte y una empresa estatal de vivienda, se corre el riesgo de repetir el mismo desastre que desangró al país hace una década.
UN DEBATE IDEOLÓGICO QUE DEFINE EL FUTURO
En 2025, la vivienda vuelve al centro del debate político. Desde el Gobierno de coalición se apuesta por medidas como la transferencia de más de 3.300 viviendas y 2 millones de metros cuadrados de suelo a la Empresa Pública de Vivienda. Entre los planes, también figura priorizar la compra pública frente a las Comunidades Autónomas para evitar que los fondos privados vuelvan a acaparar suelos y viviendas.
Mientras tanto, el Partido Popular retoma el discurso de «movilizar suelo» y promete un urbanismo más ágil y eficaz. Sin embargo, la ambigüedad de sus propuestas y la ausencia de cifras concretas despiertan sospechas. Los cantos de sirena sobre un «mercado libre» esconden la amenaza de revivir un modelo especulativo que ya demostró ser un fracaso.
La historia reciente muestra que confiar en el mercado para resolver el problema habitacional solo garantiza nuevos ciclos de burbujas y estallidos. La pregunta no es cuántas viviendas se construyen, sino para quién y con qué fin.
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