En el combate contra el colapso ambiental, los activistas no son el problema. Son la solución.
La investigación reciente de la Universidad de Bristol desvela un hecho alarmante: España se suma a Estados Unidos y Alemania como los únicos países democráticos que utilizan legislación contra el crimen organizado para criminalizar el activismo climático. Este fenómeno, que ya se ha extendido por diversos rincones del mundo, es un reflejo de cómo los estados optan por reprimir en lugar de actuar ante la crisis climática.
“Nos parece completamente inaceptable, ya que estos activistas no pueden considerarse en ninguna circunstancia organizaciones mafiosas”, sentencia Oscar Berglund, catedrático de Políticas Internacionales de la Universidad de Bristol. Sin embargo, la maquinaria judicial española avanza contra grupos como Futuro Vegetal, imputados por el delito de organización criminal. La justificación: un supuesto objetivo de asociarse para delinquir.
CRIMINALIZAR LA PROTESTA, IGNORAR LA CRISIS
La estrategia de “criminalizar” el activismo ha evolucionado a medida que crecen las manifestaciones y sus formas disruptivas. Este endurecimiento no es aislado: responde a un patrón global que incluye nuevas legislaciones antiprotesta, procesos judiciales punitivos, aumento de la vigilancia y hasta la desaparición física de activistas.
Desde 2019, se han aprobado 22 leyes diseñadas específicamente para restringir las protestas en 14 países monitoreados, según el estudio. España, con su controvertida “Ley Mordaza”, ya demostró que está dispuesta a limitar derechos fundamentales bajo el pretexto de proteger el orden. Estas medidas van acompañadas de una “sobrecriminalización del activismo”, mientras los verdaderos responsables de daños climáticos quedan impunes.
“Se descriminalizan los comportamientos que causan más daños ambientales mientras se persigue a quienes intentan frenarlos”, denuncia el informe.
En España, quince activistas esperan juicio por lanzar agua tintada de remolacha al Congreso en 2022. La Fiscalía pide 21 meses de prisión por daños al patrimonio histórico, ignorando que el verdadero daño es el colapso climático que denuncian.
Mientras tanto, la vigilancia policial aumenta. Detenciones arbitrarias, infiltración en movimientos y amenazas son prácticas comunes. Organizaciones como Greenpeace o Ecologistas en Acción asumen que son constantemente espiadas. Todo ello refleja un esfuerzo consciente por desarticular movimientos que demandan acción climática.
LA DOBLE MORAL DEL PODER
El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, lo definió claramente en 2022: “Los verdaderos radicales peligrosos son los estados que aumentan la producción de combustibles fósiles”. No obstante, son los activistas quienes son calificados como peligrosos. En países como Reino Unido, algunos ya cumplen penas de varios años de cárcel, y a menudo se les prohíbe siquiera mencionar el cambio climático en los tribunales.
Esta narrativa busca despolitizar el activismo y, al mismo tiempo, proteger los intereses económicos que perpetúan la crisis climática. “El movimiento climático es visto como una amenaza real para la expansión económica”, explica Berglund. En este contexto, resulta evidente que la represión no responde al caos que generan las protestas, sino al temor que despiertan en los pilares del sistema capitalista.
Mientras tanto, los costos humanos de la crisis climática y la represión del activismo son devastadores. Entre 2012 y 2023, más de 2.000 defensores y defensoras ambientales fueron asesinados en todo el mundo. En Brasil, Filipinas, India y Perú se concentra el mayor número de casos. Aunque España no aparece en estas estadísticas, su participación en la criminalización del activismo la sitúa en la misma senda de represión.
El mundo no necesita más leyes contra las protestas. Necesita justicia climática. En el combate contra el colapso ambiental, los activistas no son el problema. Son la solución.
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