A este paso, el obituario de la democracia lo firmará la propia presidenta madrileña
Si por Isabel Díaz Ayuso fuera, la democracia española tendría más entierros que Julio Iglesias amantes. Cada vez que algo no le gusta —una crítica, una sentencia, una rueda de prensa sin aplausos—, lo declara atentado contra la libertad, asesinato institucional o crimen de lesa patria. El 28 de mayo de 2025, en su enésima resurrección performativa, el sistema democrático volvió a caer fulminado, esta vez a manos del Tribunal Supremo por el terrible delito de no darle la razón a su novio.
LA PAREJA, EL SUPREMO Y LA DIFAMACIÓN SELECTIVA
La escena es tan grotesca como repetida. El Supremo rechazó la demanda que Alberto González Amador —pareja de Ayuso y defraudador confeso— interpuso contra la vicepresidenta María Jesús Montero por llamarle lo que es. El Alto Tribunal consideró que los hechos eran veraces y de interés público, y por tanto, amparados por la libertad de expresión. Fin del asunto judicial. Inicio del drama político.
Ayuso, lejos de acatar la decisión con la mínima dignidad institucional, se lanzó al barro con su estilo habitual: acusó al Supremo de avalar la difamación en España, insinuó que todo forma parte de una “operación de Estado” contra su Gobierno y llegó a desear que al presidente Sánchez lo condenen por narcotráfico. Porque si algo define su manera de hacer política es esta fusión inquietante entre ultraje permanente y fantasía judicial.
Cada vez que el Estado de Derecho no satisface sus impulsos, Ayuso lo da por enterrado. Ya lo hizo cuando los jueces cuestionaron los contratos de su hermano. O cuando se revelaron los negocios de su pareja. O cuando alguien osa preguntarle por qué los muertos de las residencias no merecen una mínima autocrítica. Su libertad es ella. Su verdad es ella. Su democracia, también.
EL OBITUARIO DE LA LIBERTAD QUE NO FUE
Habría que hacer una antología. Una cronología funeraria de las veces que, según Ayuso, la democracia española ha fallecido entre lamentos de chotis y aplausos de la FAES. Murió con los confinamientos. Murió con las mascarillas. Murió con los impuestos. Murió cuando se fiscalizó a la Iglesia. Cuando se le pidió respeto por los fallecidos. Cuando se defendió la sanidad pública. La libertad, ese tótem conceptual que en sus labios se convierte en franquicia ideológica, también ha muerto mil veces. Pero sólo cuando ella no podía fumar en una terraza o insultar sin consecuencias.
La presidenta de Madrid ha convertido el populismo de derecha en un performance diario: un reality show donde ella es la heroína asediada, la víctima del sistema, la Juana de Arco neoliberal que lucha contra el dragón del Estado de Derecho. Y claro, si los jueces no le dan la razón, son rojos. Si los medios publican filtraciones, es persecución. Si la fiscalía investiga a su entorno, es montaje. Todo lo que no encaje en su relato es dictadura encubierta.
A este paso, el obituario de la democracia lo redactará ella misma, en rueda de prensa, entre cafés y carcajadas, tras acusar al Constitucional de comunista y al Papa de bolivariano.
NO ES UNA EXAGERACIÓN. ES UNA ESTRATEGIA
Podríamos reírnos, y lo hacemos. Pero esto no va solo de histrionismo. Va de deslegitimar el sistema a golpe de micrófono. De ir desgastando los contrapesos institucionales con una retórica victimista, mesiánica y autoritaria. Lo hemos visto en Trump. En Bolsonaro. En Milei. Y en cada uno de esos líderes que, cuando la justicia no les sirve, se dedican a dinamitarla desde dentro.
Ayuso no está improvisando. Sabe perfectamente lo que hace. Con cada ataque al Poder Judicial, está preparando el terreno para que, si un día la imputan a ella, todo parezca un complot. Si investigan a su partido, será “la izquierda judicializada”. Si alguien se atreve a auditar sus contratos, será “el socialismo vengativo”. Cuando todo es conspiración, ninguna verdad importa. Y ahí es donde la democracia empieza a morir de verdad.
Mientras tanto, en los hospitales madrileños siguen faltando camas, en las aulas hay más ratio que futuro, y las residencias no han olvidado los 7.291 cadáveres de la pandemia. Pero a eso, Ayuso no le dedica una sola línea de su obituario.
Porque para ella, el sistema solo muere cuando se le lleva la contraria. Lo demás —corrupción, desigualdad, impunidad— no son síntomas de muerte. Son signos de buena salud, siempre que gobierne la reina del monólogo.
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