No es la naturaleza la que se rebela, es un modelo económico y político que convirtió el territorio en yesca.
LA CENIZA COMO ESTADÍSTICA Y COMO RELATO
En el lapso de cinco días —entre el 5 y el 10 de agosto de 2025— España pasó de contabilizar 39.155 hectáreas quemadas a 138.788,97. El dato, ofrecido por el Ministerio de Transición Ecológica, desborda cualquier lectura coyuntural. En menos de una semana, la superficie arrasada por el fuego se multiplicó por 3,5.
El contraste entre cifras oficiales y estimaciones europeas revela algo más grave que el propio incendio. Las comunidades autónomas notificaron solo 41.498 hectáreas, un desfase de casi 100.000 respecto al sistema satelital europeo EFFIS. La razón alegada es burocrática: los gobiernos regionales no incluyen áreas hasta que el fuego está extinguido. El resultado es una estadística que llega tarde, fragmentada y maquillada. En la gestión del fuego, la política es siempre primero narrativa y solo después acción.
La historia se repite. En 2022 ardieron 214.966 hectáreas hasta agosto, la cifra más dramática de la última década. Hoy, 2025 se perfila como una reedición de aquel desastre. Con un añadido: el incendio de Molezuelas de la Carballeda (Zamora y León), iniciado el 10 de agosto, podría figurar entre los mayores jamás registrados en el Estado español.
El incendio ya no es un episodio. Es un síntoma.
EL FUEGO COMO ECONOMÍA POLÍTICA
El discurso dominante insiste en atribuir los incendios a dos causas inmediatas: olas de calor y negligencia individual. Es una simplificación interesada. El fuego es, sobre todo, el resultado de un modo de producción que convierte al territorio en mercancía y al monte en espacio sobrante.
Las y los bomberos forestales encadenan jornadas de 20 horas con sueldos por debajo del salario mínimo. En Castilla y León, ni siquiera saben cada mañana en qué monte trabajarán. La precariedad laboral no es un fallo, es la pieza invisible de la gestión forestal. Y cuando la extinción depende de voluntarios armados con cubos de agua, la catástrofe ya está escrita.
La prevención —limpieza de montes, cortafuegos, planificación territorial— se percibe como gasto improductivo y se externaliza en contratos temporales y privatizaciones. El capital, sin embargo, encuentra oportunidades tras la devastación: recalificación de suelos, ampliación de macrogranjas, concesiones mineras o nuevas plantaciones de eucalipto. El incendio abre el camino a la acumulación por desposesión, siguiendo la lógica que David Harvey identificó como motor del capitalismo contemporáneo.
Se quema lo que después se especula. El fuego es una herramienta silenciosa de transformación territorial al servicio de intereses privados. No hay azar en la ceniza.
La política completa el círculo. Los discursos de Ayuso o Mañueco, que hablan de “agenda ideológica” y de “incendiarios sueltos”, funcionan como cortinas de humo: desplazan la atención hacia el enemigo externo y desactivan la responsabilidad institucional. El “incendiario” se convierte en chivo expiatorio de un modelo fallido, como lo explicó René Girard sobre el mecanismo del sacrificio. Culpar al individuo evita mirar al sistema.
El verano de 2025 demuestra que el fuego no es un accidente natural sino un hecho social total. Destruye bosques, aldeas, modos de vida campesinos, biodiversidad y memoria colectiva. La ceniza no cubre únicamente árboles calcinados: cubre un proyecto de país que eligió la rentabilidad por encima de la vida.
España arde porque la lógica del capital lo exige. La llama no se apaga con discursos, se apaga con justicia territorial.
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