El Estado de Israel retiene el cadáver de un activista asesinado mientras su verdugo pasea libremente entre sus hijos huérfanos.
LA IMPUNIDAD SE LLAMA YINON LEVI
El 28 de julio, el colono israelí Yinon Levi apretó el gatillo. El proyectil atravesó el pulmón del activista palestino Awdah Hathaleen en el pequeño pueblo beduino de Umm Al-Khair, en la Cisjordania ocupada. Siete días más tarde, el asesino volvió al lugar del crimen para seguir dirigiendo las excavadoras que iniciaron la expansión del asentamiento ilegal colindante. El cuerpo de Awdah, en cambio, sigue secuestrado por el Estado de Israel.

La violencia colonial no necesita ocultarse cuando el régimen judicial la protege. La juez Chavi Toker, del Tribunal de Magistrados de Jerusalén, liberó al asesino con una excusa que duele más que el disparo: dijo que había evitado “un evento de lanzamiento de piedras por parte de docenas de palestinos”. A falta del proyectil homicida —nunca recuperado—, la versión del colono bastó para justificar su libertad. Ni prisión preventiva, ni acusación formal. Solo el silencio y la risa de quien sabe que puede volver a matar.
Si hubiese disparado a un perro, probablemente habría enfrentado consecuencias más severas. Es lo que dice la familia. Y no es una exageración.
La respuesta institucional fue aún más insultante: a las pocas horas del asesinato, soldados israelíes asaltaron la tienda de duelo que la familia levantó frente al centro comunitario donde Awdah fue abatido. Expulsaron a las personas asistentes, detuvieron a dos activistas, y comenzaron una nueva campaña de arrestos en el pueblo. Veinte personas han sido detenidas en apenas una semana, entre ellas el hermano de Awdah, Aziz, señalado por el propio Levi. El mensaje es claro: quien llora al asesinado será tratado como criminal.
Pero el acto más atroz todavía estaba por llegar. Las autoridades israelíes se niegan a devolver el cuerpo de Awdah. Exigen condiciones humillantes: que solo quince personas asistan al entierro y que este se realice fuera de su pueblo natal. Una muerte sin justicia, una tumba sin duelo, una comunidad sin paz.
El objetivo no es solo eliminar al adversario, sino borrar la memoria de su lucha. Awdah no era un hombre armado. Era un pastor, un activista, un vecino que ponía rostro a la ocupación. Su voz denunciaba la demolición de casas, los cortes de agua, los ataques colonos, el robo de tierras. Por eso lo callaron. Por eso ahora también quieren impedir que sea llorado.

UNA HUELGA DE HAMBRE, UN PUEBLO EN VELA
El 31 de julio, sesenta mujeres del pueblo —entre los 13 y los 81 años— comenzaron una huelga de hambre. Exigen lo que cualquier sociedad civilizada consideraría básico: el derecho a enterrar a sus muertos con dignidad. Pero en Palestina, ni eso está garantizado. Ellas no comen porque el dolor ya les cerró el estómago antes de declararse en huelga. Duermen vestidas, con el hiyab puesto, por si el Ejército vuelve a irrumpir en plena madrugada.
Cada noche es una lotería del miedo. El ejército israelí ha convertido el luto en delito y la rutina en amenaza. Una tras otra, las casas son registradas. Una tras otra, las madres ven cómo se llevan a sus hijos, esposados, con los ojos vendados, sin orden judicial ni explicación alguna.
El primo de Awdah, Eid al-Hathaleen, fue arrestado junto a sus hermanos a las 3:00 de la madrugada. En el trayecto a Ofer —la prisión israelí donde fueron encerrados— les insultaron, les golpearon, les dejaron sin comida y, finalmente, los desnudaron mientras se burlaban de ellos. El relato de Eid es una crónica de humillación sistemática: “Me hicieron agacharme desnudo, escuché que hablaban de un láser. Reían. Tal vez grababan.”
Fueron puestos en libertad tras pagar 500 shekels de fianza, con la prohibición de acercarse a menos de 100 metros del asentamiento que, literalmente, se está construyendo sobre su pueblo.
Mientras tanto, el ruido constante de las excavadoras impide que el duelo se transforme en calma. Los colonos no han esperado a que el cadáver se enfríe para seguir robando tierra. Donde mataron a Awdah levantarán un nuevo puesto avanzado israelí. No les basta con el asesinato; necesitan cimentarlo.
En la tienda de duelo, las mujeres recitan los nombres de Dios entre susurros. La madre de Awdah, su esposa Hanady y su hermana, rotas por dentro, se retiran de vez en cuando a sus camas buscando un instante de soledad. Su hijo menor, Mohammad, de apenas tres años, aún llama por las noches a su padre: “Quiero a mi papá. Que él me traiga el zumo, no tú.” Su llanto despierta a la familia entera. Su hermano mayor, Watan, de cinco años, ya ha entendido que el mundo es injusto, y que a veces callar es la única forma de sostener a su madre sin romperla.
¿Qué recordarán esos niños de su padre? Quizá no sus discursos ni su activismo. Recordarán que un día cualquiera un hombre con excavadora y rifle lo asesinó, que los soldados no lo defendieron, que un tribunal liberó al asesino, que su cuerpo nunca volvió a casa.
Eso es la ocupación. Eso es el colonialismo. No son tanques ni misiles. Es ver morir a tu padre y no poder enterrarlo. Es ver volver al asesino y no poder gritar.
Y aún hay quienes se preguntan por qué hay resistencia.
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