El relato del poder se disfraza de tragedia personal cuando la ley se aplica a quienes creen estar por encima de ella.
EL VICTIMISMO COMO ARMA DE CLASE
El empresario Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso, ha declarado ante el Tribunal Supremo entre lamentos, amenazas de suicidio y apelaciones a una supuesta conspiración del Estado. Pero su drama no es el de un inocente injustamente acusado, sino el de un privilegiado sorprendido por la ley que siempre creyó ajena. La escena recuerda más a un acto teatral que a una declaración judicial: el poderoso que, tras ser alcanzado por la justicia, invoca el dolor personal como escudo político.
Cuando González Amador dice que el fiscal general “lo mató públicamente”, está hablando desde un lugar que millones de personas ni siquiera pueden imaginar. La inmensa mayoría de trabajadoras y trabajadores que cometen un error fiscal —o simplemente no pueden pagarlo— no comparecen ante el Supremo con cobertura mediática ni defensa política de la presidenta de una comunidad autónoma. Pagan, callan y siguen trabajando. Nadie convierte su caso en una batalla por la libertad de expresión o en una cruzada contra un fiscal general.
La estrategia es vieja: convertir el privilegio en persecución, el fraude en martirio y la culpa en relato redentor. Se fabrica un enemigo —la Fiscalía, los medios, el Gobierno— y se proyecta una historia de “linchamiento” que neutraliza la responsabilidad personal. Mientras tanto, se intenta que el foco mediático deje de mirar el fondo del asunto: la evasión fiscal, la connivencia política, el uso de la mentira como instrumento de poder.
No se trata solo de un empresario que defrauda, sino del símbolo de una élite que confunde el Estado con su cortijo y la ley con un obstáculo administrativo. El mismo patrón que ampara los abusos empresariales, la corrupción política o los contratos inflados que se pagan con dinero público. Quien siempre ha mandado, cuando se ve obligado a responder, no busca justicia sino venganza.
LA MORAL DEL PODER: QUIEN MANDA NO PECA, “SE EQUIVOCA”
En esta España que ha aprendido a relativizar el delito según quién lo cometa, González Amador no habla como ciudadano, sino como miembro de una clase que ha interiorizado la impunidad. Dice que su abogado le explicó que el acuerdo con la Fiscalía “implicaba el reconocimiento del delito”, pero lo dice como quien se indigna por tener que aceptar una norma que creía negociable. Para ellos, la ley siempre ha sido un trámite, no una frontera.
Mientras tanto, su pareja política, Isabel Díaz Ayuso, se ha dedicado a desplegar un aparato de propaganda que blinda el relato: todo es una persecución, una conspiración, una caza de brujas. No hay autocrítica, ni asunción de responsabilidad, ni respeto institucional. Solo ruido, victimismo y una certeza de clase: que rendir cuentas es una humillación reservada a los demás.
El problema es que este relato cala. El poder mediático trabaja para convertir a los poderosos en víctimas y a las víctimas en ruido colateral. Lo vemos cada día: quienes roban al Estado se presentan como defensores de la libertad; quienes defienden lo público son acusados de radicales. La posverdad no es un error del sistema, es su manual de supervivencia.
En el fondo, el caso de González Amador revela algo más profundo: la imposibilidad de aceptar la responsabilidad en una sociedad donde el castigo solo recae sobre quienes no tienen poder. El poderoso no se suicida ni se exilia, aunque lo diga. Reaparece, se reinventa y sigue facturando. Los que se suicidan son los precarios que Hacienda ahoga sin micrófonos ni cámaras.
Y sin embargo, su discurso cala porque la sociedad ha sido educada para admirar al defraudador exitoso, al listo que se “ahorra impuestos”, al que se burla del Estado mientras vive de sus contratos. Se llama neoliberalismo emocional: la creencia de que el delito deja de ser delito si lo comete quien tiene poder para contarlo con estilo.
No hay drama humano en reconocer una culpa, solo dignidad.
Pero sí hay tragedia colectiva en un país donde quienes gobiernan hacen de la mentira un modo de vida, del fraude una anécdota y de la justicia una molestia.
El dolor no borra el delito. Asume la pena, págala y haz con tu vida lo que quieras.
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Me parece lamentable, no respetar las decisiones judiciales y juzgar a los acusados o demandantes antes de la sentencia.
Donde queda la presunción de inocencia?