El asedio convierte el hambre en un arma y el silencio internacional en cómplice.
EL HAMBRE COMO ARMA DE GUERRA
Las imágenes de niñas y niños palestinos con el cuerpo reducido a huesos y piel son la consecuencia directa de una estrategia que la Clasificación Integrada de Seguridad Alimentaria (IPC) ha definido como “la peor situación de hambruna actual en el planeta”. El informe publicado el 29 de julio de 2025 advierte de muertes generalizadas en los próximos días si no se actúa con urgencia. Los datos son claros: uno de cada tres gazatíes pasa jornadas enteras sin comer, mientras que el 17% de las y los menores de cinco años en la Ciudad de Gaza están gravemente desnutridos.
El bloqueo impuesto por Israel, endurecido durante los últimos 22 meses de guerra, no solo limita la entrada de alimentos, medicinas y combustible. Ha desmantelado la infraestructura de vida en la Franja, comprimiendo a más de 2 millones de personas en zonas cada vez más pequeñas, sin acceso estable a agua potable ni servicios básicos de salud. La ONU y organizaciones humanitarias como Médicos Sin Fronteras denuncian que incluso los llamados “corredores humanitarios” son una farsa militarizada, donde los convoyes son saqueados antes de llegar y los lanzamientos aéreos de comida caen sobre multitudes hambrientas sin control ni seguridad.
Alex de Waal, director ejecutivo de la Fundación Mundial por la Paz y experto en crisis alimentarias, lo ha resumido sin ambigüedades en declaraciones a Associated Press: “Esto es hambruna. No hacen falta más datos para verlo, hace falta valor para detenerlo”. La comparación histórica duele: Somalia en 2011, Sudán del Sur en 2017 y 2020, Darfur en 2024… Gaza se suma a una lista donde la muerte por inanición no es accidente, sino cálculo político.
NEGACIONISMO Y COMPLICIDAD INTERNACIONAL
Mientras las cifras hablan de niñas y niños muriendo a un ritmo de cuatro por cada 10.000 habitantes menores de cinco años cada día, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu se permite la obscenidad de declarar que “nadie muere de hambre en Gaza”, insinuando que la mera existencia de gazatíes prueba que reciben ayuda suficiente. Es la banalización del crimen en estado puro: negar la hambruna mientras se bloquean camiones, se restringen corredores y se desmantelan los mecanismos de distribución de alimentos.
El presidente Donald Trump, aliado histórico de Israel, se ha limitado a decir que “esos niños parecen muy hambrientos”, como si se tratara de una cuestión estética y no de un genocidio por inanición. Las grandes potencias occidentales han adoptado la misma postura: declaraciones tibias, indignación performativa y ningún movimiento real para forzar el fin del bloqueo ni sancionar a quienes utilizan el hambre como arma de guerra.
El Programa Mundial de Alimentos y la ONU repiten la misma advertencia desde mayo: si Israel no levanta el asedio y detiene la ofensiva militar, Gaza caerá en hambruna masiva. La advertencia llegó tarde y fue ignorada. Hoy, las cocinas comunitarias no dan abasto, los hospitales reportan un aumento incontrolable de muertes por desnutrición y enfermedades asociadas, y madres y padres palestinos sostienen en brazos a bebés que pesan la mitad de lo normal para su edad.
La comunidad internacional no puede alegar ignorancia. Puede alegar cobardía, intereses geopolíticos, miedo a incomodar a Tel Aviv y Washington. Pero no ignorancia. Cada imagen, cada informe, cada cadáver infantil grita que el hambre es la bala más barata del arsenal israelí.
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