Francisco Rodríguez Iglesias, alias Arévalo, alguna vez fue alguien en la comedia española, hoy navega por aguas turbulentas, desviándose del humor para adentrarse en la arena política con un estilo que suscita tanto desconcierto como crítica. Con una trayectoria que se remonta a los años dorados de cintas de casete y chistes de dudoso gusto, Arévalo ha pasado de ser el alma de las fiestas patronales a convertirse en un vestigio de un pasado que, para muchos, es mejor dejar atrás.
«El humor que no envejece bien» podría ser el eslogan de una carrera que parece haberse detenido en el tiempo, incapaz de adaptarse a un público que ha evolucionado y demanda un contenido más refinado y consciente socialmente. La unión con Bertín Osborne fue, en su momento, un soplo de aire que intentó revivir una carrera en declive, pero sólo sirvió para añadir controversia a un legado ya de por sí manchado por la polémica.
EL SIMBOLISMO DE UNA ERA
En un reciente acto que bordea lo caricaturesco, Arévalo ha vuelto a las andadas, esta vez subido en un ciclomotor adornado con insignias y una bandera de Vox que intenta que no salga en pantalla (pero el viento no está tan de acuerdo con ello). El arte de la provocación parece ser el nuevo enfoque del humorista, que no duda en agitar los recuerdos de un régimen autoritario al tiempo que ondea la bandera de un patriotismo polarizador y excluyente.
La aparición del cómico, con un discurso que invoca figuras del pasado, resuena como un eco desafinado en una sociedad que anhela avanzar. En su intento de mantenerse relevante, Arévalo recurre a una retórica que, lejos de despertar risas, provoca preguntas sobre el papel del humor y de los humoristas en el discurso público contemporáneo.
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