En la Casa Blanca, Miller no es un asesor más, es el motor del odio hecho política de Estado.
EL NIÑO BLANCO ENOJADO QUE NUNCA CRECIÓ
Stephen Miller nació en Santa Mónica en 1985 en una casa amplia y blanca, rodeado de privilegios y de trabajadoras domésticas inmigrantes. Ese escenario de riqueza no le impidió gestar una obsesión: el odio hacia quienes, como esas mujeres que limpiaban su hogar, venían de América Latina. Con el derrumbe financiero de su familia a finales de los noventa, Miller fue enviado a un instituto público, menos blanco y más diverso. Ahí fraguó su revancha: el estudiante que interrumpía clases para burlarse de festividades mexicanas, que llamaba a programas de radio reaccionarios, que veía en la diversidad no un valor, sino una amenaza.
En la Universidad de Duke se alió con supremacistas como Richard Spencer y aprendió de David Horowitz a manipular la Primera Enmienda: no para expandir derechos, sino para blindar el discurso racista en los campus. Lo que el movimiento por los derechos civiles había conseguido con sacrificio, Miller lo pervirtió para dar voz al supremacismo blanco. Su estrategia siempre fue la misma: usar la libertad como coartada para promover el odio.
De ahí pasó a ser portavoz de Michele Bachmann, diputada del Tea Party, y poco después mano derecha del senador Jeff Sessions, otro cruzado contra migrantes y derechos civiles. En esos pasillos oscuros de Washington se entrenó en el arte de transformar obsesiones personales en política pública. No tardó en convertirse en el intermediario entre los think tanks ultraconservadores y los agitadores mediáticos como Tucker Carlson o Laura Ingraham. Fue él quien llevó a la política mainstream delirios racistas como la novela El campamento de los santos de Jean Raspail, biblia distópica que presenta a migrantes como una horda de bárbaros que destruyen Occidente.
Cuando Trump apareció en escena en 2016, Miller encontró a su títere perfecto: un millonario necesitado de un guion. Él lo escribió. El “muslim ban”, la separación de familias, los centros de detención masiva, el muro, los redobles del “America First”. Nada de eso habría existido sin Miller.
EL MOTOR DE LA CRUELDAD EN LA CASA BLANCA
Lo que distingue a Miller no es solo su racismo visceral, sino su convicción de que la política debe ser cruel. No es un accidente que se separaran niños y niñas de sus madres y padres en la frontera. Era el objetivo. Miller lo defendió en reuniones de gabinete, presionó a Trump, acosó a secretarios de Seguridad Nacional que titubeaban. Si alguien dudaba, él exigía más dureza. Cuando en 2019 dimitió Kirstjen Nielsen, la responsable de Seguridad Nacional, fue porque se negó a ejecutar redadas masivas en 10 ciudades que Miller había diseñado con precisión burocrática.
Ya en el segundo mandato de Trump, su influencia se disparó. Desde enero de 2025 es subjefe de gabinete, con mando directo sobre la política migratoria. Se sienta en el centro de la maquinaria ejecutiva, redacta órdenes presidenciales que el propio Trump firma sin leer y extiende su obsesión más allá de la frontera. Ahora chantajea universidades acusándolas de antisemitismo si no reprimen protestas pro-palestinas. Ordena a la Guardia Nacional que sofoque barrios enteros en Los Ángeles para frenar resistencias contra redadas del ICE. Y todo con un método preciso: avalancha de decretos inconstitucionales que los tribunales no pueden frenar a tiempo.
Mientras tanto, Trump envejece y su deterioro cognitivo es evidente. El episodio grotesco en que mostró un montaje con Photoshop para “probar” tatuajes de la MS-13 en un migrante legal, convencido de su autenticidad, revela algo más profundo: quien piensa por él, quien define la narrativa, es Miller. La violencia verbal contra migrantes, musulmanes, personas LGTBI o estudiantes críticos no sale de la nada; lleva su sello.
Miller no es un oportunista pasajero. Ha creado su propia fundación, America First Legal, dedicada a demandar a escuelas, universidades y estados para desmantelar políticas de igualdad y derechos trans. Ha presionado a legisladores republicanos para tumbar cualquier intento bipartidista de reforma migratoria. Y ha moldeado el Proyecto 2025, el manual reaccionario de la Heritage Foundation que guía hoy al trumpismo.
Si Trump es la máscara, Miller es la voz. Si Trump es la decadencia, Miller es el método.
No es casual que su nombre aparezca siempre que se filtra un plan especialmente cruel: suspender el habeas corpus, declarar organizaciones criminales a pandillas latinas para justificar deportaciones exprés, blindar la represión con un barniz de legalidad. El “enemigo interno” siempre tiene la misma cara para él: migrantes, estudiantes críticos, minorías.
En el segundo mandato trumpista, con un presidente cada vez más débil y obsesionado solo con su ego y sus negocios, Miller se ha convertido en algo más peligroso que un asesor. Es el ideólogo principal de un poder ejecutivo que normaliza la barbarie como gestión pública. Y lo hace con una sonrisa fría, convencido de que la crueldad no es un fallo, sino el corazón mismo de la política.
Stephen Miller es la demostración viva de que el fascismo en Estados Unidos no necesita botas ni camisas pardas. Basta un traje, un escritorio en la Casa Blanca y una pluma que convierte el odio en decretos.
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