08 Jun 2025

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Opinión | Ojalá solo fuese la extrema derecha
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Opinión | Ojalá solo fuese la extrema derecha 

Javier F. Ferrero

Ojalá.
Ojalá el problema fuese solo Vox, con sus nostalgias imperiales y sus voceros de testosterona rancia. Ojalá bastase con señalar a los que abiertamente levantan discursos de odio.
Sería sencillo. Haríamos el cordón sanitario, la denuncia constante, la pedagogía democrática, y a otra cosa.

Pero no. El problema es que el fascismo del siglo XXI no llega solo en camisas pardas. Ha aprendido a disfrazarse.
Se cuela con corbata en la derecha moderada, en la socialdemocracia calculadora, en ciertos sectores de una falsa izquierda nacionalista y obrera. Ha entendido que lo importante no es el nombre que te pongas, sino los marcos que logres imponer.

Hoy tenemos una derecha que, para no perder votos a su derecha, ha asumido como propios los discursos ultras sobre migración, seguridad y cultura. La estrategia es conocida: primero cedes un poco en el lenguaje, luego en la agenda, finalmente en las políticas.
Por eso Feijóo ya repite sin rubor el mantra de la «invasión migratoria». Por eso el PP gobierna con Vox normalizando cada día lo que hace diez años habría sido inadmisible.

Pero el frente es aún más complejo. Porque a esa derecha que se desliza encantada por el tobogán ultra, se suma una falsa izquierda patriótica que disfraza de lucha comunista los viejos tics fascistas: nacionalismo excluyente, odio a la disidencia, culto a la violencia y al orden. Los Roberto Vaquero de turno, que con la excusa de «recuperar el espíritu de lucha» te venden un autoritarismo rojo por fuera y marrón por dentro. Su internacionalismo acaba en las fronteras del Estado, su socialismo en un esencialismo cultural profundamente reaccionario.

Y mientras tanto, el PSOE, atrapado en su laberinto electoral, decide no derogar la Ley Mordaza, legisla una Ley de Vivienda que blinda el negocio de los ricos, permite la privatización creciente de derechos básicos, externaliza la gestión de fronteras, y alimenta el gasto militar sin debate ni control ciudadano.
En ese contexto, ¿cómo no iba a avanzar la extrema derecha? Si el campo ya lo ha sembrado la tibieza y el oportunismo.

Y para colmo, tenemos una izquierda fracturada, entretenida en sus guerras internas, más ocupada en señalarse mutuamente que en construir un frente democrático, social y popular capaz de resistir el envite reaccionario. Cuando cada pequeño espacio compite por el voto más que por la transformación real, cuando los egos pesan más que el proyecto colectivo, el terreno queda abonado para quienes sí tienen claro su objetivo: consolidar un nuevo consenso autoritario. Mientras la ultraderecha avanza en bloque, la izquierda se dispersa en fragmentos incapaces de articular una alternativa.

Y conviene no olvidar una clave de todo esto: en la fase actual del capitalismo, la final, el sistema se aferra a cualquier ideología para sostenerse, las instrumentaliza como herramientas para disciplinar a las sociedades, para dividir a las clases populares, para blindar privilegios que ya no puede justificar con la vieja retórica del progreso. El capitalismo ha fallado estrepitosamente, y ahora se agarra como puede —con discursos de odio, con represión, con miedo— para no desaparecer.

Por eso hoy más que nunca hay que volver a poner el foco donde importa: en el eje capitalismo / anticapitalismo. Porque detrás de cada rostro autoritario, de cada discurso de supremacía, de cada bandera agitada con rabia, late un mismo propósito: mantener intactas las relaciones de poder y de explotación.

En medio de todo eso, ahí estamos. Las y los activistas sin partido, sin aparato, sin respaldo institucional. Peleando contra todos los frentes a la vez: contra la extrema derecha declarada, contra sus imitadores con disfraz rojo, contra el cinismo del centro, contra el sectarismo de nuestras propias filas.

Nos desgastamos, sí. Porque esta es una pelea desigual, agotadora, que no da tregua. Pero no estamos solos. Porque cada día hay más voces que despiertan, más alianzas improbables que nacen, más consciencia de que si no lo hacemos nosotras, no lo hará nadie.

Por eso la lucha es más difícil de lo que parece. Porque no basta con señalar al monstruo. Hay que entender las aguas turbias que lo alimentan: los discursos normalizados, los marcos asumidos, los silencios cómplices.
Y porque el fascismo del siglo XXI no llega solo a gritos: llega también en discursos barnizados de racionalidad, en la trampa del «sentido común», en los consensos que nadie se atreve ya a cuestionar.

Y si lo tenemos claro, no podrán con nosotras. La historia nunca ha sido escrita por los resignados.

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