Este último debate de investidura ha sacudido los cimientos del Congreso, llevando la tensión y el conflicto a niveles tan bochornosos que uno podría pensar que ha presenciado una riña callejera y no un encuentro entre representantes electos. Los diputados y diputadas, que deberían ser ejemplo de respeto y civilidad, se han enzarzado en una batahola verbal, olvidándose de su papel como servidores públicos, llegando a un nivel de hostilidad que hace preguntarse: ¿Es esto lo que merecemos quienes les hemos otorgado nuestra confianza y voto?
Francina Armengol, presidenta del Congreso, se vio desbordada por los eventos, presidiendo un hemiciclo donde la falta de respeto y la violencia verbal campeaban, poniendo en evidencia una insoportable decadencia política. Los insultos se deslizaban con tal facilidad entre los escaños que “esto no es un patio de colegio” terminó siendo una de sus exclamaciones, una triste metáfora de un panorama político desquiciado.
“Me debo a quienes clamaron ‘igualdad’ en Madrid”. Estas palabras resuenan con un eco irónico ante la tumultuosa vorágine en que se ha convertido el Congreso. La batalla verbal desatada durante el debate no hizo más que evidenciar una falta de respeto no solo entre los representantes políticos, sino también hacia quienes les eligieron, desdibujando cualquier vestigio de igualdad y decoro en el proceso.
La verdad es que este lamentable espectáculo dejó muy claro que la prioridad de muchos de los representantes no es el bienestar del país ni el de la ciudadanía, sino participar en este macabro teatro de lo absurdo. Un teatro donde los espectadores somos cada una de las personas que creímos en un sistema democrático, que hoy parece estar colapsando bajo el peso de la desvergüenza política.
¿A qué nivel de degradación hemos llegado? ¿Qué estamos permitiendo con este tipo de conducta? ¿Cómo es posible que aquellos que debieran liderar con el ejemplo, y debatir con la palabra, hayan sucumbido a un estado tan primitivo de conducta?
Este tipo de enfrentamientos nos hacen reflexionar sobre a dónde vamos a llegar con esta actitud y esta violencia. Es inaceptable que las personas que han sido elegidas para representar a la ciudadanía deshonren su posición y traicionen la confianza de los votantes de esta manera. Es vital que reevaluemos qué estamos dispuestos a tolerar y exijamos un cambio radical en el comportamiento de nuestros representantes.
No son las voces airadas y caóticas las que deben dominar el panorama político, sino las voces de la razón, del diálogo y del respeto. El futuro del país no puede estar en manos de quienes ven la política como un ring de lucha y no como un espacio de construcción colectiva y consenso.
Debemos exigir a nuestros representantes que actúen con la dignidad y el respeto que sus cargos, y nosotros como ciudadanía, merecemos. El futuro de la democracia no puede estar marcado por la violencia y el caos, sino por el entendimiento y la colaboración en pro de una sociedad más justa, igualitaria e inclusiva. Es hora de que aquellos que se sientan en esos escaños recuerden a quiénes representan y por qué están allí. Es hora de que la decencia y el respeto vuelvan a ser la norma y no la excepción.
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