No podemos permitir que la avaricia corporativa continúe expulsando a los pequeños agricultores y productores locales, quienes son los verdaderos pilares de la alimentación a nivel comunitario
En un mundo donde la hambruna y la inseguridad alimentaria siguen siendo problemas endémicos, el informe “Injusticia alimentaria 2020-22” de Greenpeace ha arrojado luz sobre una problemática que agrava aún más este escenario: la concentración de poder en el mercado global de cereales. Solo cuatro gigantes corporativos —Archer-Daniels Midland, Cargill, Bunge y Dreyfus— controlan más del 70% del comercio mundial de cereales, un dato que debería alarmarnos a todos.
Esta concentración de poder no solo plantea preocupaciones sobre la competencia y la manipulación de precios, sino que también revela un sistema alimentario global que favorece el beneficio de unos pocos sobre las necesidades de muchos. Desde 2020, estas corporaciones han incrementado sus ganancias en miles de millones, capitalizando crisis como la guerra en Ucrania y la pandemia de COVID-19, mientras la mayoría de la población mundial lucha por satisfacer sus necesidades básicas.
La especulación desenfrenada y la falta de transparencia en el almacenamiento y comercio de granos han exacerbado la volatilidad de los precios, contribuyendo a un aumento en el número de personas que pasan hambre. La FAO reportó que más de 150 millones de personas adicionales sufrieron de hambre en 2021 en comparación con 2019, una estadística sombría que contrasta con los exorbitantes beneficios de estas corporaciones.
La situación demanda una acción gubernamental urgente. No podemos permitir que la avaricia corporativa continúe expulsando a los pequeños agricultores y productores locales, quienes son los verdaderos pilares de la alimentación a nivel comunitario. La soberanía alimentaria debe ser el modelo a seguir, uno donde los alimentos sean considerados un bien común y un derecho humano, y no meramente una mercancía más sujeta a las fluctuaciones del mercado.
Greenpeace hace un llamado a la imposición de impuestos sobre los beneficios extraordinarios de estas empresas durante las crisis, una medida que podría ayudar a redistribuir la riqueza y a asegurar que los más vulnerables tengan acceso a alimentos, vivienda y apoyo vital. El cambio hacia un modelo de soberanía alimentaria requiere un esfuerzo colectivo y un compromiso firme con la equidad y la justicia. Solo entonces podremos aspirar a un sistema donde la alimentación no sea un juego de poder, sino un derecho garantizado para todos.
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