El Ejército israelí prepara la toma total de la Franja. Lo hace entre escombros, cadáveres, hambre y silencio internacional. La vida palestina vuelve a ser sacrificada por la supervivencia política de un hombre.
NO ES UNA EVACUACIÓN, ES UNA EXPULSIÓN
El Estado de Israel ha cruzado otra línea. Este 7 de agosto de 2025, las Fuerzas Armadas han ordenado a la población de la ciudad de Gaza abandonar varios barrios en cuestión de horas. No hay adónde ir. No hay alimentos, no hay agua, no hay refugio, no hay luz. Solo queda caminar entre ruinas con las manos en alto, esperando que una bomba no decida que ya has vivido bastante.
Quien no obedezca, morirá. Es así de simple. El eufemismo militar habla de evacuación, pero la realidad no miente: esto es una campaña de desplazamiento forzoso masivo, diseñada no para proteger vidas, sino para vaciar la Franja antes de ocuparla a sangre y fuego.
Más de un millón de personas viven hoy confinadas en Gaza, la mayoría desplazadas por los ataques previos. Israel les dice que huyan. ¿Hacia dónde? ¿Por qué camino? ¿Con qué medios? ¿Con qué garantías? Ninguna. No hay rutas seguras, no hay corredores humanitarios, no hay derecho internacional que valga. Gaza no tiene salida. Es una jaula cercada por drones, tanques y cinismo diplomático.
Desde hace meses, las bombas caen sobre hospitales, mercados, escuelas, mezquitas. Desde hace meses, Gaza es un experimento de exterminio lento, sostenido, meticuloso. Ahora, Netanyahu quiere coronar ese experimento entrando por tierra, para imponer un nuevo orden basado en la ocupación militar directa. Dice que no quiere gobernar la Franja. Miente. Quiere reducirla a polvo, entregarla a administradores serviles y borrar del mapa cualquier rastro de soberanía palestina.
REHENES, PALABRAS VACÍAS Y UN PODER QUE HUELE A CADÁVER
Los rehenes israelíes ya no importan. No al menos para su Gobierno. Las familias han salido a la calle, han zarpado en barcos con banderas blancas, han implorado humanidad. Pero Netanyahu ha decidido que no hay negociación posible. Ha elegido la masacre como legado. Ha elegido su impunidad por encima de sus compatriotas secuestrados. Ha elegido seguir huyendo de los tribunales, aunque para ello deba seguir corriendo sobre montañas de cadáveres.
Las madres de los rehenes lo saben. Las protestas se multiplican. Pero el Estado ha elegido ignorarlas. Las detenciones han sustituido a las explicaciones. Cuando el poder criminaliza incluso a quienes piden que sus hijos no mueran, es que ese poder ha dejado de fingir. Ya no gobierna: se defiende. Y Netanyahu se defiende con fuego.
Su coalición se desangra, sus socios lo abandonan, sus causas judiciales se acercan. ¿La solución? Entregarse al sionismo religioso más fanático. A los Smotrich, a los Ben-Gvir, que sueñan con una Gaza sin palestinas ni palestinos, con campos arrasados, con casas vacías listas para la colonización. Netanyahu no gobierna. Netanyahu se arrastra detrás de ellos con la esperanza de no terminar esposado.
Incluso dentro del Ejército, las alarmas han sonado. El jefe del Estado Mayor, Eyal Zamir, advirtió del desastre que supondría una invasión terrestre. Por los rehenes. Por la imposibilidad logística. Por la derrota moral. Pero en Israel ya no manda el Ejército. Manda el pánico de un primer ministro al borde del abismo.
NI HUMANIDAD, NI JUSTICIA, NI PERDÓN
Esto no es una guerra. Esto es un exterminio televisado. Esto no es seguridad. Es venganza electoral. No es un Estado. Es una maquinaria de muerte desesperada por no colapsar.
Trump aplaude. Europa calla. Naciones Unidas hace balances de víctimas que nadie escucha. Las ONG son bombardeadas. La ayuda no entra. Las niñas y niños no tienen futuro. Solo tienen polvo, llanto, miedo. Y un mundo que mira hacia otro lado porque ya decidió que sus vidas valen menos.
Netanyahu habla de victoria. Pero la única victoria aquí es la del crimen. La de una historia que se repetirá con otro nombre, en otro lugar, si no se detiene. La victoria de la impunidad.
Ahora o nunca. O se detiene esta ocupación. O no quedará nada que defender.
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