Cuando Europa te obliga a elegir entre tragar sapos o aprender a amar la cadena.
Javier F. Ferrero
Mamá,
Te escribo desde una Europa que ya no reconozco (una que huele a hierro oxidado y a miedo reciclado) donde las palabras grandes (libertad, democracia, derechos humanos) se pronuncian como un trámite, no como un compromiso. Yo no quiero ser europeo si serlo significa aprender a tragar sapos mientras nos atan un poco más las manos.
Recuerdo cuando me decías que Europa era un refugio. Que aquí las y los trabajadores podían aspirar a vivir sin cadenas, que la política no era una guerra sucia de poder, que el futuro sería nuestro. Pero el futuro llegó y nos lo robaron. Europa se ha convertido en un escaparate brillante para esconder lo que de verdad somos (una colonia bien peinada del capital y del imperio, una maquinaria que cambia dignidad por contratos de sumisión).
Hoy, mamá, Europa se arrodilla ante Trump. Sin pudor, sin dignidad. Nos han metido un contrato en la boca y nos han dicho que mastiquemos: 750.000 millones de dólares en gas y petróleo estadounidense para sostener el negocio de las guerras ajenas, 600.000 millones en gasto militar para fabricar nuevas armas mientras nos repiten que amamos la paz.
Lo que no nos dicen es que ya no tenemos derecho a decidir. Que la llamada democracia europea se reduce a votar cada cinco años a quién gestionará nuestra obediencia (los tecnócratas sin rostro o los fascistas que saben sonreír a cámara). Los primeros nos hablan de estabilidad, los segundos de patria. Ambos nos venden el mismo látigo.
Yo no quiero crecer en un continente donde la política no es voluntad popular sino imposición disfrazada de consenso. Donde el Banco Central Europeo pesa más que un millón de votos, donde las eléctricas gobiernan más que cualquier parlamento.
Tú me enseñaste que Europa había aprendido del horror de las guerras, que aquí nacieron los derechos sociales, el feminismo, el estado del bienestar. Hoy esos sueños están enterrados bajo hormigón financiero y tratados de libre comercio.
Europa financia el gas israelí mientras Gaza arde y calla ante el genocidio. Europa deja morir a personas en el Mediterráneo (custodiadas por Frontex como si la frontera fuera un campo de batalla y la solidaridad un delito). Europa privatiza hospitales, arranca derechos laborales y llama ajuste a lo que es saqueo.
Yo no quiero ser europeo si significa ser cómplice de todo esto. Si serlo significa aceptar que la libertad se compra y se vende, que la dignidad se cotiza en bolsa, que el único futuro posible es vivir bajo el miedo o bajo la deuda.
Me dicen que Europa es un proyecto en construcción, que hay que tener paciencia, que no hay alternativa. Pero yo veo lo contrario (veo un continente que se descompone mientras aplaude su propia decadencia).
Las y los poderosos nos dicen que todo es por nuestra seguridad, que gastamos en armas para proteger la paz, que obedecemos a Trump para mantenernos fuertes. Pero yo veo a un continente que ya no defiende valores, solo contratos. Europa no es soberana, es servil. Y lo peor es que nos han convencido de que ser europeo es aceptar esa sumisión con orgullo.
Mamá, no quiero ser europeo si serlo significa elegir entre dos caras del mismo verdugo. No quiero heredar esta cobardía. No quiero formar parte de una unión que protege a bancos mientras deja morir a niños, que llama democracia a una foto en Bruselas mientras se decide todo en Washington o en un consejo de administración.
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