No se trata solo de que ellos sean declarados culpables, sino de que todo un sistema legal y social deje de absolver al patriarcado.
El juicio de Aviñón marca un momento histórico. No solo se juzgan los actos aberrantes de Dominique Pelicot, sino también el tejido de complicidad, inacción y permisividad que permitió que una mujer, Gisèle Pelicot, fuera sometida durante casi una década a una violencia sistemática y calculada. Entre 2011 y 2020, Pelicot drogó a su esposa con ansiolíticos hasta dejarla inconsciente, invitando a decenas de hombres a violarla en su propio hogar mientras lo grababa todo en miles de vídeos y fotografías.
No hablamos de un caso aislado, sino del reflejo de una estructura patriarcal que minimiza el abuso y protege al agresor. La Fiscalía pidió 650 años de prisión para los 51 acusados, aunque la pena máxima en Francia es de 20 años por violación agravada. Entre los acusados figura Jean-Pierre Maréchal, que replicó los métodos de Pelicot con su propia esposa, otro retrato del círculo de abuso que trasciende fronteras individuales y se arraiga en un sistema que considera a las mujeres objetos intercambiables.
El proceso judicial dejó al descubierto las lagunas legales que permiten estas atrocidades. En Francia, el consentimiento no tiene un lugar central en el Código Penal, y la definición de violación exige pruebas de penetración, dejando espacio a estrategias defensivas que se aferran a tecnicismos. Las palabras de la fiscal Laure Chabaud resuenan: “Habrá un antes y un después”. Pero, ¿qué significa esto si las leyes siguen ignorando la raíz del problema?
El caso Pelicot no es solo un juicio contra hombres que cometieron actos atroces, es un juicio contra un sistema que permite que esto ocurra en silencio y con impunidad.
CONSENTIMIENTO, JUSTICIA Y EL FUTURO
Gisèle Pelicot se convirtió en un símbolo mundial por una razón: su lucha pública es una denuncia contra la complicidad colectiva. Su decisión de hacer público el juicio busca algo más que justicia individual. “Que la vergüenza cambie de bando” no es solo un lema, es un grito contra la normalización del abuso.
El caso evidencia la necesidad urgente de reformar el concepto de consentimiento en los sistemas legales. La resistencia a esta reforma no es inocua: perpetúa el privilegio del agresor y profundiza la desprotección de las víctimas. Las imágenes y vídeos registrados por Pelicot no dejan margen a dudas, pero ¿qué ocurre cuando no existen pruebas tan contundentes? En un juicio sin evidencia material, el testimonio de la víctima sigue siendo insuficiente en demasiados tribunales.
Las manifestaciones feministas, como la convocada en Madrid, no solo muestran solidaridad con Gisèle, sino que reclaman una sociedad que no excuse ni relativice la violencia de género. Cien figuras a tamaño real de Gisèle acompañarán a las manifestantes frente a la embajada francesa, señalando a los agresores que durante años han sido invisibles.
El principal acusado, Dominique Pelicot, es además sospechoso en otros casos de violencia de género, incluido un asesinato en 1991. Este dato subraya un patrón: la reincidencia en agresores no es la excepción, es la norma. Mientras las sentencias no sean ejemplares y las leyes no se centren en prevenir, los casos seguirán multiplicándose.
El juicio de Aviñón no solo tiene que cambiar el destino de los acusados, sino que debe iniciar una transformación más amplia. No se trata solo de que ellos sean declarados culpables, sino de que todo un sistema legal y social deje de absolver al patriarcado.
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